Page 33 - La muerte de Artemio Cruz
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manos para obligarlo a descansar, a dejar los labios en un solo lugar. Y se dejará ir de
                  pie, apretando la cabeza del hombre, con un suspiro entrecortado, hasta que él la sienta
                  limpia y la cargue a la cama en brazos.
                      «—Artemio, ¿te volveré a ver?
                      »—Nunca digas eso. Haz de cuenta que sólo nos conocimos una vez.»
                      Nunca  volvió  a  preguntar.  Se  avergonzó  de  haberlo  hecho  una  vez,  de  haber
                  pensado que su amor podría tener fin o medirse como se mide el tiempo de otras cosas.
                  No tenía por qué recordar en dónde, o por qué, conoció a esa joven de veinticuatro años.
                  Era innecesario cargarse de algo más que el amor y los encuentros durante los escasos
                  días  de  descanso,  cuando  las  tropas  tomaban  una  plaza  y  se  detenían  a  reponerse,
                  asegurar su presencia en el territorio arrebatado a la dictadura, abastecerse y proyectar la
                  siguiente ofensiva. Así lo decidieron, los dos, sin decirlo nunca. Jamás pensarían en el
                  peligro de la guerra ni en el tiempo de la separación. Si uno de ellos no se presentaba a
                  la siguiente cita, cada cual seguiría su camino sin decir nada: él hacia el sur, hasta la
                  capital;  ella  de  regreso  al  norte,  a  las  costas  de  Sinaloa  donde  lo  conoció  y  se  dejó
                  querer.
                      «—Regina... Regina...
                      »—¿Te acuerdas de aquella roca que se metía al mar como un barco de piedra? Allí
                  ha de estar todavía.
                      »—Allí te conocí. ¿Ibas mucho a ese lugar?
                      »—Todas las tardes. Se forma una laguna entre las rocas y uno puede mirarse en el
                  agua blanca. Allí me miraba  y un día apareció tu cara junto a la mía. De noche, las
                  estrellas se reflejaban en el mar. De día, se veía al sol arder.
                      »—No  sabía  qué  hacer  esa  tarde.  Veníamos  peleando  y  de  repente  aquello  se
                  hundió, los pelones se rindieron y uno ya estaba acostumbrado a otra vida. Entonces me
                  empecé  a  acordar  de  las  demás  cosas  y  te  encontré  sentada  sobre  esa  roca.  Con  las
                  piernas mojadas.
                      »—Yo también lo quería. Apareciste a mi lado, en mi lado, reflejado en el mismo
                  mar. ¿No te diste cuenta que lo quería yo también?»
                      La  madrugada  tardó  en  llegar,  pero  un  velo  gris  descubrió  el  sueño  de  los  dos
                  cuerpos, unidos por las manos. Él despertó primero y miró el sueño de Regina. Parecía
                  el hilo más tenue de la telaraña de los siglos: parecía un gemelo de la muerte: el sueño.
                  Las piernas recogidas, el brazo libre sobre el pecho del hombre, la boca húmeda. Les
                  gustaba el amor de la aurora: lo vivían como una fiesta para celebrar el nuevo día. La
                  luz opaca apenas recogía los perfiles de Regina. Dentro de una hora, se escucharían los
                  ruidos del pueblo. Ahora, sólo la respiración de la joven morena que duerme llena de
                  serenidad, que es la parte viva del mundo en reposo. Sólo una cosa tendría derecho a
                  despertarla, sólo una felicidad tendría derecho a interrumpir esta felicidad del cuerpo
                  sereno en el sueño, recortado sobre la sábana, envuelto en sí mismo con una tersura de
                  luna enlutada. ¿Tiene derecho? La imaginación del joven saltó por encima del amor: la
                  contempló  dormida  como  si  reposara  del  nuevo  amor  que  en  breves  segundos  la
                  despertaría. ¿Cuándo es mayor la felicidad? Acarició el seno de Regina. Imaginar lo que
                  será una nueva unión; la unión misma; la alegría fatigada del recuerdo y nuevamente el
                  deseo pleno, aumentado por el amor, de un nuevo acto de amor: felicidad. Besó la oreja
                  de Regina y vio de cerca su primera sonrisa: acercó el rostro para no perder el primer
                  gesto de alegría. Sintió que la mano volvía a jugar con él. El deseo floreció por dentro,
                  sembrado de gotas grávidas: las piernas lisas de Regina volvieron a buscar la cintura de
                  Artemio: la mano llena lo  sabía todo: la erección  escapó a los  dedos  y  despertó  con
                  ellos: los muslos se separaron temblando, llenos, y la carne erguida encontró la carne

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