Page 35 - La muerte de Artemio Cruz
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—No, no. No vi tu uniforme. Sólo vi tus ojos reflejados en el agua y entonces ya no
                  pude ver mi reflejo sin el tuyo a mi lado.
                      —Linda; amor; anda y ve si tenemos café.
                      Cuando se separaron, esa mañana idéntica a todas las de un amor de siete meses
                  jóvenes, ella le preguntó si la tropa volvería a salir pronto. Él dijo que no sabía qué
                  pensaba  hacer  el  general.  Quizás  tendrían  que  salir  a  desbaratar  algunos  grupos  de
                  federales derrotados que todavía quedaban por la comarca, pero en todo caso el cuartel
                  permanecería en este pueblo. Había agua abundante y ganado en las cercanías. Era un
                  buen  lugar  para  detenerse  un  rato.  Venían  cansados,  desde  Sonora,  y  merecían  un
                  asueto. A las once debían reportarse todos en la comandancia de la plaza. Por cuanto
                  pueblo  pasaba,  el  general  averiguaba  las  condiciones  de  trabajo  y  expedía  decretos
                  reduciendo la jornada a  ocho horas  y repartiendo las tierras  entre los  campesinos.  Si
                  había una hacienda en el lugar, mandaba quemar la tienda de raya. Si había prestamistas
                  —y siempre estaban allí, si no habían huido con los federales— declaraba nulas todas
                  las deudas. Lo malo era que la mayor parte de la población andaba en armas y casi todos
                  eran campesinos, de manera que faltaba quien se encargara de aplicar los decretos del
                  general.  Entonces  era  mejor  que  le  quitaran  en  seguida  el  dinero  a  los  ricos  que
                  quedaban en cada pueblo y esperaran a que triunfara la revolución para legalizar lo de
                  las tierras y lo de la jornada de ocho horas. Ahora había que llegar a México y correr de
                  la presidencia al borracho Huerta, el asesino de don Panchito Madero. ¡Qué de vueltas!
                  —murmuró mientras se fajaba la camisa caqui dentro del pantalón blanco— ¡qué de
                  vueltas! De Veracruz, de la tierra, hasta la ciudad de México  y de allí hasta Sonora,
                  cuando el maestro Sebastián le pidió que hiciera lo que los vicios ya no podían: ir al
                  norte, tomar las armas y liberar al país. Si era un escuincle entonces, aunque estuviera
                  por cumplir los veintiún años.
                      Palabra,  ni  siquiera  se  había  acostado  con  una  mujer.  Y  cómo  le  iba  a  fallar  al
                  maestro Sebastián, que le había enseñado las tres cosas que sabía: leer, escribir y odiar a
                  los curas.
                      Dejó de hablar cuando Regina colocó las tazas de café sobre la mesa.
                      —¡Cómo arde!
                      Era temprano. Salieron al camino abrazados del talle. Ella con su falda almidonada;
                  él con el sombrero de fieltro y la túnica blanca. El caserío donde vivían estaba cerca de
                  la barranca; las flores de campana colgaban sobre el vacío y un conejo destrozado por
                  los  colmillos  del  coyote  se  pudría  entre  el  follaje.  En  lo  hondo,  corría  un  riachuelo.
                  Regina trató de verlo, como si esperara encontrar, otra vez, el reflejo de su ficción. Las
                  manos se unieron: el camino hacia el pueblo se encaramaba a la vera de la hondanada y
                  de las montañas bajaban ecos de zorzal. No: ruido de cascos ligeros, perdidos entre las
                  nubes de polvo.
                      —¡Teniente Cruz! ¡Teniente Cruz!
                      Ese  rostro  siempre  sonriente  de  Loreto,  el  ayudante  del  general,  se  perdió,  al
                  detenerse  el  caballo  con  un  solo  relincho  seco,  detrás  del  sudor  y  el  polvo  que  lo
                  embalsamaba.
                      —Véngase  prontito  —jadeó  mientras  se  limpiaba  la  cara  con  un  pañuelo—;  hay
                  novedades: salimos luego luego. ¿Ya desayunó? En el cuartel están sirviendo huevos.
                      —Ya tengo los míos —contestó él con una sonrisa.
                      El abrazo de Regina fue un abrazo de polvo. Sólo al alejarse el caballo de Loreto, al
                  descansar la tierra, emergió la mujer entera, prendida a los hombros de su joven amante.
                      —Espérame aquí.
                      —¿Qué crees que sea?

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