Page 36 - La muerte de Artemio Cruz
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—Debe de haber grupos dispersos en los alrededores. Nada grave.
                      —¿Te espero aquí?
                      —Sí. No te muevas. Estaré de regreso esta noche o a más tardar mañana temprano.
                      —Artemio... ¿Un día volveremos allá?
                      —Quién sabe. Quién sabe cuánto  dure. No pienses  en eso.  ¿Sabes  que  te quiero
                  mucho?
                      —Y yo a ti. Mucho. Creo que siempre.
                      Afuera, en el patio central del cuartel, en las caballerizas, la tropa había recibido la
                  nueva  orden  de  marcha  y  preparaba  las  cosas  con  la  calma  de  un  rito.  Rodaban  los
                  cañones  en  fila,  empujados  por  mulas  blancas  y  ojerosas;  les  seguían  los  armones
                  cargados de parque sobre los rieles que comunicaban el patio con la estación. La tropa
                  de  caballería  amarraba  riendas,  descolgaba  las  bolsas  de  pienso,  se  aseguraba  de  la
                  firmeza de las monturas, acariciaba las crines hirsutas de estos caballos de guerra, tan
                  dóciles  y  lentos  en  su  trato  con  los  hombres:  manchados  de  pólvora,  con  las  panzas
                  invadidas  por  las  garrapatas  del  llano:  doscientos  caballos  se  movían  pausadamente
                  frente al cuartel, overos, rodados, de un negro polvoso. La infantería aceitaba los rifles y
                  pasaba en fila frente al enano risueño que distribuía los cartuchos. Sombreros del norte:
                  sombreros  de  fieltro  gris,  de  ala  doblada.  Pañoletas  amarradas  al  cuello.  Cananas
                  amarradas a la cintura. Pocas botas: pantalón de mezclilla y zapato de cuero amarillo,
                  cuando no huaraches. Camisa a rayas, sin cuello. Aquí y allá —en las calles, los patios,
                  la estación— sombreros yaquis adornados con ramas: los músicos con las varas entre
                  las manos y los instrumentos metálicos al hombro. Los últimos tragos de agua caliente.
                  Braseros colmados de enfrijoladas. Platos de huevos rancheros. Una gritería se levantó
                  desde  la  estación:  una  plataforma  llena  de  indios  mayos  llegaba  al  pueblo,  con  un
                  tamborileo agudo y una agitación de arcos de colores y flechas rústicas.
                      Él se abrió paso: adentro, frente al mapa mal claveteado sobre un muro, el general
                  explicaba:  —Los  federales  han  lanzado  una  contraofensiva  a  nuestras  espaldas,  en
                  territorio  liberado  por  la  revolución.  Pretenden  coparnos  por  la  retaguardia.  Esta
                  madrugada, un vigía divisó desde la montaña que se levantaba una humareda espesa en
                  la dirección de los pueblos ocupados por el coronel Jiménez. Bajó a contarlo, y yo me
                  acordé que el coronel, en cada pueblo, había mandado formar un gran montón de tablas
                  y durmientes para incendiarlo en caso de ser atacado y darnos aviso. Así están las cosas.
                  Tenemos  que  dividirnos.  La  mitad  regresa  al  otro  lado  de  la  montaña  para  ayudar  a
                  Jiménez. La otra mitad sale a darle duro a los grupos que derrotamos ayer, y a ver si no
                  se nos viene otra gran ofensiva desde el sur. En este pueblo sólo quedará una brigada.
                  Pero  parece  difícil  que  se  lleguen  hasta  aquí.  Mayor  Gavilán...  teniente  Aparicio...
                  teniente Cruz: usted regresa al norte.
                      Los fuegos encendidos por Jiménez se estaban apagando cuando él pasó, hacia el
                  mediodía, el puesto de vigilancia en el corte de la montaña. Allá abajo, se veía el tren
                  colmado de gente: corría sin  pitar  y llevaba los morteros  y los  cañones, las cajas de
                  parque y las ametralladoras. El grupo de caballería descendió las laderas escarpadas con
                  dificultad, y los cañones, desde la vía, empezaban a disparar sobre los pueblos que se
                  suponían de nuevo ocupados por los federales.
                      —Vamos  más  de  prisa  —dijo  él—.  Ese  fuego  durará  unas  dos  horas  y  luego
                  entramos nosotros a explorar.
                      Nunca comprendió por qué, al tocar los cascos de su caballo el primer terreno llano,
                  bajó la cabeza y perdió la noción de la tarea concreta que le había sido encomendada.
                  La presencia de sus hombres se desvaneció, junto con el sentimiento firme de alcanzar
                  un objetivo y en su lugar apareció esa ternura, ese plañir interno por algo perdido, ese

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