Page 99 - La muerte de Artemio Cruz
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—Con la misión  de convencer a los  villistas de que deben rendirse. Como  si  no
                  supiéramos  todos  que  van  huyendo  derrotados  y  en  su  desesperación  pasan  por  las
                  armas  a  cuanto  carranclán  se  les  pone  en  frente.  Al  viejo  no  le  gusta  ensuciarse  las
                  manos.  Prefiere  que  el  enemigo  le  haga  los  trabajos  sucios.  Artemio,  Artemio,  los
                  hombres no han estado a la altura de su pueblo y de su revolución.
                      —¿Por qué no te pasas a Villa?
                      —¿A otro caudillo? ¿Para ver cuánto dura y luego pasarme a otro y otro más, hasta
                  que me vuelva a encontrar en otra celda esperando otra orden de fusilamiento?
                      —Pero te salvas esta vez...
                      —No... Créeme, Cruz, me gustaría salvarme, regresar a Puebla. Ver a mi mujer, a
                  mi hijo. A Luisa y a Pancholín. Y mi hermanita Catalina, que tanto depende de mí. Ver
                  a mi padre, mi viejo don Gamaliel, tan noble, tan ciego. Tratar de explicarle por qué me
                  metí en esto. Él nunca comprendió que hay deberes que es necesario cumplir aunque se
                  sepa de antemano que se va al fracaso. Para él aquel orden era eterno; las haciendas, el
                  agio disfrazado, todo eso... Ojalá hubiera alguien a quien pudiera encargarle que fuera a
                  verlos y a decirles cualquier cosa de mi parte. Pero de aquí nadie sale vivo, lo sé. No;
                  todo  es  un  siniestro  juego  de  eliminaciones.  Ya  estamos  viviendo  entre  criminales  y
                  enanos, porque el caudillo mayor prohija pigmeos que no le hagan sombra y el caudillo
                  menor tiene que asesinar al grande para ascender. Qué lástima, Artemio. Qué necesario
                  es  todo  lo  que  está  pasando  y  qué  innecesario  es  corromperlo.  No  es  esto  lo  que
                  quisimos  cuando  hacíamos  la  revolución  con  todo  el  pueblo,  en  ’13...  Y  tú,  vete
                  decidiendo.  En  cuanto  eliminen  a  Zapata  y  Villa,  quedarán  sólo  dos  jefes,  tus  jefes
                  actuales. ¿Con cuál vas a jalar?
                      —Mi jefe es el general Obregón.
                      —Menos mal que te has decidido ya. A ver si no te cuesta la vida; a ver si...
                      —Te olvidas de que nos van a fusilar.
                      Bernal rió con sorpresa, como si hubiese intentado volar y el peso olvidado de unos
                  grilletes se lo hubiese impedido. Apretó el hombro del otro prisionero y dijo:
                      —¡Maldita manía política! O puede que sea intuición. ¿Por qué no te pasas tú con
                  Villa?
                      No pudo distinguir bien el  rostro de Gonzalo  Bernal,  pero en la oscuridad sintió
                  esos  ojillos  burlones,  ese  airecillo  de  sabelotodo  de  estos  licenciadetes  que  nunca
                  peleaban,  que  nada  más  hablaban  mucho  mientras  ellos  ganaban  batallas.  Alejó
                  bruscamente su cuerpo del de Bernal.
                      —¿Qué hubo? —sonrió el licenciado.
                      Él gruñó y encendió su cigarro apagado. —Así no se habla —dijo entre dientes—.
                  ¿Qué? ¿Te hablo derecho? Pues me cagan los cojones los que se abren sin que nadie les
                  pida razón y más a la hora de la muerte. Quédese callado, mi licenciado, y dígase para
                  sus adentros lo que quiera, pero a mí déjeme morir sin que me raje.
                      La voz de Gonzalo se cubrió con una capa metálica: —Oye, machito, somos tres
                  hombres condenados. El yaqui nos contó su vida...
                      Y la rabia era contra sí mismo, porque él se había dejado llevar a la confidencia y a
                  la plática, se había abierto a un hombre que no merecía confianza.
                      —Ésa fue una vida de hombre. Tenía derecho.
                      —¿Y tú?
                      —No más peleando. Si hubo más, no me acuerdo.
                      —Quisiste a alguna mujer...
                      Apretó los puños.



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