Page 100 - La muerte de Artemio Cruz
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—...tuviste padres; qué sé  yo si hasta tienes un hijo. ¿Tú no? Yo sí, Cruz;  yo sí
                  pienso que tuve vida de hombre, que quisiera estar libre para seguirla; ¿tú no?, ¿tú no
                  quisieras ahorita estar acariciando...?
                      La  voz  de  Bernal  se  descomponía  cuando  las  manos  de  él  lo  buscaron  en  la
                  oscuridad, lo azotaron contra la pared, sin decir palabra, con un mugido opaco, con las
                  uñas  clavadas  en  la  solapa  de  casimir  de  este  nuevo  enemigo  armado  de  ideas  y
                  ternuras,  que  sólo  estaba  repitiendo  el  mismo  pensamiento  oculto  del  capitán,  del
                  prisionero, de él: ¿qué sucederá después de nuestra muerte?
                      Y Bernal lo repetía, a pesar de los puños cerrados que lo violaban:
                      —...¿si no nos hubieran matado antes de cumplir treinta años?... ¿qué habría sido de
                  nuestras vidas?; yo quería hacer tantas cosas...
                      Hasta que él, con la espalda sudorosa y el rostro muy cerca del de Bernal, también
                  murmuró: —...que todo va a seguir igual, ¿a poco no lo sabes?; que va a salir el sol; que
                  van a seguir naciendo escuincles, aunque tú y yo estemos bien tronados, ¿a poco no lo
                  sabes?
                      Los dos hombres se desprendieron del abrazo violento. Bernal se dejó caer sobre el
                  piso; él caminó hacia la puerta de la celda, decidido: le contaría un plan falso a Zagal,
                  pediría la vida del yaqui, dejaría a Bernal correr su suerte.
                      Cuando el cabo de guardia, canturreando, lo condujo hacia la presencia del coronel,
                  él sólo sentía ese dolor perdido de Regina, esa memoria dulce y amarga que tanto había
                  escondido y que ahora brotaba a flote, pidiéndole que siguiera viviendo, como si una
                  mujer muerta necesitara del recuerdo de un hombre vivo para seguir siendo algo más
                  que  un  cuerpo  devorado  por  los  gusanos  en  un  hoyo  sin  nombre,  en  un  pueblo  sin
                  nombre.
                      —Va a ser difícil que nos tome el pelo —dijo con su eterna voz sonriente el coronel
                  Zagal—. Ahorita mismo salen dos destacamentos a ver si lo que nos cuenta es cierto y
                  si no lo es, o si el ataque viene por otro lado, vaya encomendándose al cielo y piense
                  que no más ganó unas cuantas horas de vida, pero a costa de su honor.
                      Zagal estiró las piernas y movió en escala los dedos encalcetinados de los pies. Las
                  botas estaban sobre la mesa, cansadas y sin armazón.
                      —¿Y el yaqui?
                      —Eso no estaba en lo pactado. Mire: la noche se está haciendo larga. ¿Para qué
                  ilusionar a esos pobrecitos con un nuevo sol? ¡Cabo Payán!... Vamos a mandar a mejor
                  vida a los dos presos. Sáquemelos de la celda y llévenlos allá atrás.
                      —El yaqui no puede caminar —dijo el cabo.
                      —Dénle  marihuana  —carcajeó  Zagal—.  A  ver,  sáquenlo  en  camilla  y  apóyenlo
                  como puedan contra el muro.
                      ¿Qué vieron Tobías y Gonzalo Bernal? Lo mismo que el capitán, aunque éste les
                  ganara en altura, parado junto a Zagal sobre la azotea de la presidencia. Allá abajo, el
                  yaqui  era  sacado  en  camilla  y  Bernal  caminaba  cabizbajo  y  los  dos  hombres  eran
                  colocados contra el paredón y entre dos lámparas de petróleo.
                      Una noche en la que los resplandores del alba tardaban en hacerse sentir y en la que
                  la silueta de las montañas no se dejaba ver, ni siquiera cuando los fusiles tronaron en
                  espasmos rojizos  y Bernal alargó la mano para tocar el hombro del  yaqui. Tobías se
                  quedó apoyado contra el muro, parapetado por la camilla. Las lámparas alumbraron su
                  rostro deshecho, marcado por las balas. Sólo iluminaron los tobillos del cuerpo caído de
                  Gonzalo Bernal, por donde empezaron a correr los hilos de sangre.
                      —Ahí tiene sus muertos —dijo Zagal.



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