Page 101 - La muerte de Artemio Cruz
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Y otra fusilata, lejana y tupida, comentó sus palabras  y en seguida se le unió un
                  canón ronco que hizo volar una esquina del edificio. La gritería de los villistas ascendió
                  confusa hasta la azotea blanca donde Zagal gritaba con una interrogación desarticulada:
                      —¡Ya llegaron! ¡Ya nos hallaron! ¡Son los carranclanes! Mientras él lo derribaba y
                  apretaba  la  mano  —rediviva,  concentrada  con  toda  su  fuerza—  sobre  la  funda  de  la
                  pistola del coronel. Sintió en sus manos la sequedad metálica del arma. La clavó en la
                  espalda  de  Zagal  y  con  el  brazo  derecho  rodeó  el  cuello  del  coronel,  lo  apretó  y  lo
                  mantuvo sobre el suelo, con las quijadas duras y la espuma entre los labios. Por encima
                  de la cornisa, pudo ver la confusión que reinaba en el patio de ejecuciones. Los soldados
                  del  pelotón  corrían,  pisoteando  los  cadáveres  de  Tobías  y  Bernal,  volteando  las
                  lámparas  de  petróleo:  las  explosiones  granizadas  se  sucedían  en  todo  el  pueblo  de
                  Perales,  acompañadas  de  gritos  e  incendios,  de  galopes  y  relinchos.  Más  villistas
                  salieron al patio, poniéndose las guerreras, fajándose los pantalones. Las luces caídas
                  dibujaban una línea dorada en cada perfil, en cada cinturón, en cada botonadura. Las
                  manos se alargaron para tomar los fusiles y las cartucheras. La tranca del establo fue
                  abierta con prisa y los caballos relinchantes salieron al patio, fueron montados por los
                  jinetes  y  arrancaron  por  el  portón  abierto.  Algunos  rezagados  corrieron  detrás  de  la
                  caballería  y  al  fin  el  patio  quedó  desierto.  Los  cadáveres  de  Bernal  y  el  yaqui.  Dos
                  lámparas  de  petróleo.  La  gritería  se  alejó;  iba  al  encuentro  del  ataque  enemigo.  El
                  prisionero soltó a Zagal. El coronel se mantuvo de rodillas, tosiendo, acariciándose el
                  cuello estrangulado. La voz apenas pudo levantarse: —No se rindan. Aquí estoy yo.
                      Y la mañana, al fin, mostró su párpado azul sobre el desierto.
                      Cesó el estruendo inmediato. Por las calles corrían villistas al encuentro del sitio.
                  Sus blusas blancas se tiñeron de azul. Ni un murmullo ascendió desde el patio. Zagal se
                  puso  de  pie,  desabotonándose  la  túnica  grisácea,  en  ademán  de  ofrecer  el  pecho.  El
                  capitán se adelantó también, con la pistola en la mano.
                      —Vale lo ofrecido —le dijo con una voz seca al coronel.
                      —Vamos abajo —dijo Zagal y soltó los brazos.
                      En la oficina, Zagal tomó la Colt que tenía en una gaveta.
                      Caminaron, armados los dos, a través de los pasillos fríos hasta el patio. Calcularon
                  la mitad del cuadrángulo. El coronel hizo a un lado, con el pie, la cabeza de Bernal. El
                  capitán levantó las lámparas de petróleo.
                      Cada uno se colocó en una esquina. Avanzaron.
                      Zagal  disparó  primero  y  su  bala  hirió  de  nuevo  al  yaqui  Tobías.  El  coronel  se
                  detuvo y una esperanza iluminó sus ojos negros: el otro avanzaba sin disparar. El acto
                  se  consumaba  como  un  gesto  de  honor.  El  coronel  se  aferró  —un  segundo,  dos
                  segundos, tres segundos— a la esperanza de que el otro respetaría su valentía, de que
                  los dos se encontrarían a la mitad del patio sin un nuevo disparo.
                      Ambos se detuvieron a la mitad del patio.
                      La  sonrisa  volvió  al  rostro  del  coronel.  El  capitán  atravesó  la  línea  imaginaria.
                  Zagal,  riendo,  hizo  un  gesto  de  amistad  con  la  mano  cuando  dos  tiros  repetidos  le
                  atravesaron el estómago y el otro lo miró doblarse y caer a sus pies. Entonces soltó la
                  pistola sobre el cráneo empapado de sudor del coronel y permaneció, sin moverse, de
                  pie.
                      El viento del desierto le sacudió los mechones rizados de la frente, las rasgaduras de
                  la túnica manchada de sudor, las tiras rotas de las polainas de cuero. La barba de cinco
                  días se  erizaba sobre las mejillas  y  los  ojos  verdes se perdían detrás de las pestañas
                  polvosas  y las lágrimas  secas. De pie, héroe solitario sobre el  campo  cercado de los



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