Page 104 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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— No vamos a tardar tanto —respondió él—. Tenemos que llegar a Za-
                  ragoza antes de que amanezca.
                         El chico regresó al mostrador. Volvimos a llenar nuestros vasos. Sentía
                  otra vez la liviandad que había sentido en Bilbao, la suave embriaguez del Rio-
                  ja que nos ayuda a decir y oír cosas difíciles.

                         — Tú estás cansado de conducir, y estamos bebiendo —dije, después
                  de un trago—. Es mejor quedarnos por aquí. Vi un parador cuando caminába-
                  mos.

                         Él aceptó con un movimiento de cabeza.
                         — Mira la mesa de enfrente —fue su comentario—. Los japoneses lla-
                  man a esto shibumi: la verdadera sofisticación de las cosas simples. Las per-
                  sonas se llenan de dinero, van a lugares caros y creen que son sofisticadas.
                         Bebí más vino.

                         El parador. Una noche más a su lado.
                         La virginidad que misteriosamente se había restablecido.

                         — Es curioso oír a un seminarista hablando de sofisticación —dije, tra-
                  tando de concentrarme en otra cosa.

                         — Pues aprendí eso en el seminario. Cuanto más nos acercamos a Dios
                  a través de la fe, más sencillo Se vuelve. Y cuanto más sencillo Se vuelve, más
                  fuerte es Su presencia.

                         Su mano se deslizó por la tabla de la mesa.
                         — Cristo aprendió su misión mientras cortaba la madera y hacía sillas,
                  camas, armarios. Vino como carpintero para mostrarnos que, hagamos lo que
                  hagamos, todo nos puede llevar a la experiencia del amor de Dios.
                         Calló de repente.

                         — No quiero hablar de eso —dijo—. Quiero hablar de otro tipo de amor.
                         Sus manos tocaron mi rostro.

                         El vino hacía las cosas más fáciles para él. Y para mí.
                         — ¿Por qué te has callado de repente? ¿Por qué no quieres hablar de
                  Dios, de la Virgen, del mundo espiritual?
                         — Quiero hablar de otro tipo de amor —insistió—. Aquel que comparten
                  un hombre y una mujer, y en el que también se manifiestan los milagros.

                         Le cogí las manos. Él podía conocer los misterios de la Diosa, pero de
                  amor sabía tanto como yo. Por mucho que hubiese viajado.

                         Y tendría que pagar un precio: la iniciativa. Porque la mujer paga el pre-
                  cio más alto: la entrega.
                         Estuvimos cogidos de las manos durante un largo rato. Leía en sus ojos
                  los miedos ancestrales que el verdadero amor coloca como pruebas a ser ven-
                  cidas. Leí el recuerdo del rechazo de la noche anterior, el largo tiempo que pa-
                  samos separados, los años en el monasterio en busca de un mundo donde
                  esas cosas no ocurrían.
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