Page 100 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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— No. Pero si piensa eso, entonces no habría escogido la vida religiosa.
— Muchas veces trato de entender mi destino —dijo—. Y no lo consigo.
Acepté ser parte del ejército de Dios, y todo lo que he hecho ha sido intentar
explicar a los hombres por qué existe la miseria, el dolor, la injusticia. Intento
que sean buenos cristianos, y ellos me preguntan: «¿Cómo puedo creer en
Dios, cuando existe tanto sufrimiento en el mundo?»
»E intento explicar lo que no tiene explicación. Intento explicar que existe
un plano, una batalla entre ángeles, y que estamos todos involucrados en esa
lucha. Intento decir que, cuando un determinado número de personas tenga fe
suficiente para cambiar este escenario, todas las demás personas, en todos los
lugares del planeta, serán beneficiadas por este cambio. Pero no creen en mí.
No hacen nada.
— Son como las montañas —dije—. Son bellas. Quien llega ante ellas
no puede dejar de pensar en la grandeza de la Creación. Son pruebas vivas del
amor que Dios siente por nosotros, pero el destino de estas montañas es ape-
nas dar testimonio.
»No son como los ríos, que se mueven y transforman el paisaje.
— Sí. Pero ¿por qué no ser como ellas?
— Quizá porque debe de ser terrible el destino de las montañas —
respondí—. Están obligadas a contemplar siempre el mismo paisaje.
El padre no dijo nada.
— Yo estaba estudiando para ser montaña —continué—. Tenía cada
cosa en su sitio. Iba a entrar en un empleo público, casarme, enseñar a mis
hijos la religión de mis padres, aunque ya no creyese en ella.
»Hoy estoy decidida a dejar todo eso y seguir al hombre que amo. Fe-
lizmente renuncié a ser montaña: no lo podría haber soportado mucho tiempo.
— Usted dice cosas sabias.
— Estoy sorprendida de mí misma. Antes sólo conseguía hablar de la in-
fancia.
Me levanté y seguí bajando. El padre respetó mi silencio, y no intentó
hablar conmigo hasta que llegamos a la carretera.
Le agarré las manos y se las besé.
— Me voy a despedir. Pero quiero decirle que lo entiendo, y que entien-
do su amor por él.
El padre sonrió, y me echó la bendición.
— También entiendo su amor por él —dijo.

