Page 99 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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— Puede ser. Pero aun así, hemos de ir hasta allí. Si me ve llegar con
                  usted, sabrá que se lo he contado todo. Él sabe lo que pienso.
                         — Hoy es el día de la Inmaculada Concepción —insistí—. Un día muy
                  especial para él. Acompañé su alegría anoche, delante de la gruta.
                         — La Inmaculada es importante para todos nosotros —respondió el pa-
                  dre—. Pero ahora soy yo quien no quiere hablar de religión; vamos hasta allí.

                         — ¿Por qué ahora, padre? ¿Por qué en este instante?
                         — Porque sé que está decidiendo su futuro. Y puede ser que escoja el
                  camino equivocado.
                         Di media vuelta y empecé a caminar en dirección contraria bajando por
                  el mismo camino que habíamos usado para subir. El padre me siguió.
                         — ¿Qué hace? ¿No ve que es la única que puede salvarlo? ¿No ve que
                  él la ama y lo dejaría todo por usted?
                         Mis pasos eran cada vez más rápidos, y no resultaba fácil seguirme. A
                  pesar de eso, él continuó andando a mi lado.

                         — ¡En este mismo momento está escogiendo! ¡Puede estar escogiendo
                  dejarla! —dijo el padre—. ¡Luche por lo que ama!

                         Pero no me detuve. Anduve lo más rápido que pude, dejando atrás la
                  montaña, al padre, las decisiones. Sé que el hombre que corría detrás de mí
                  me leía los pensamientos, y sabía que  sería inútil cualquier esfuerzo por
                  hacerme regresar. Pero a pesar de eso insistía, argumentaba, luchaba hasta el
                  último momento.
                         Por fin llegamos a la piedra donde habíamos descansado media hora
                  antes. Exhausta, me tiré en el suelo.
                         No pensaba en nada. Quería huir de allí, estar sola, tener tiempo para
                  reflexionar.

                         El padre llegó algunos minutos más tarde, también agotado por la cami-
                  nata.

                         — ¿Ve esas montañas alrededor? —preguntó—. Ellas no rezan; ellas ya
                  son la oración de Dios. Son así porque encontraron su lugar en el mundo, y en
                  ese lugar permanecen. Ellas estaban ahí antes de que el hombre mirase el cie-
                  lo, escuchase el trueno y preguntase quién había creado todo esto. Nacemos,
                  sufrimos, morimos, y las montañas siguen ahí.
                         »Llega un momento en el que necesitamos pensar si vale la pena tanto
                  esfuerzo. ¿Por qué no intentar ser como esas montañas: sabias, antiguas, y en
                  el lugar adecuado? ¿Por qué arriesgarlo todo para transformar a media docena
                  de personas que luego olvidan lo que se les enseñó y parten en busca de una
                  nueva aventura? ¿Por qué no esperar a que un determinado número de monos
                  hombres aprenda, y entonces, sin sufrimientos, se divulgue el conocimiento por
                  todas las demás islas?
                         — ¿Usted cree eso, padre?

                         El sacerdote calló unos instantes.
                         — ¿Me está leyendo los pensamientos?
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