Page 113 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Pero el primer alpinista sabía cuál era ese atractivo: aceptar los desafíos
y seguir adelante. Saber que ningún día era igual a otro, y que cada mañana
tenía su milagro especial, su momento mágico, en el que se destruían viejos
universos y se creaban nuevas estrellas.
El primer hombre que subió a aquellas montañas debió de hacerse la
misma pregunta al mirar las casitas que se veían en el fondo, con las chime-
neas humeando: «Sus días parecen siempre iguales. ¿Qué atractivo tiene es-
to?»
Ahora las montañas ya estaban conquistadas, los astronautas ya habían
caminado por el espacio, ya no quedaba ninguna isla en la Tierra —por peque-
ña que fuera— que pudiese ser descubierta. Pero sobraban las grandes aven-
turas del espíritu, y en ese momento me estaban ofreciendo una de ellas.
Era una bendición. El padre superior no entendía nada. Esos dolores no
hieren.
Bienaventurados los que pueden dar los primeros pasos. Un día la gente
sabría que el hombre puede hablar la lengua de los ángeles, que todos tene-
mos los dones del Espíritu Santo y que podemos hacer milagros, curar, profeti-
zar, entender.

