Page 116 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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De repente volvió el ruido del agua, la luz inundó nuestro camino y el tú-
                  nel negro se transformó en uno de los más bellos espectáculos de la Tierra.
                  Estábamos dentro de una inmensa caverna, del tamaño de una catedral. Tres
                  paredes eran de piedra; la cuarta pared era la Cola de Caballo, con el agua que
                  descendía cayendo en el lago verde esmeralda a nuestros pies.

                         Los rayos del sol poniente atravesaban la cascada, y las paredes moja-
                  das brillaban.




                         Nos quedamos recostados en la piedra, sin decir nada.
                         Antes, cuando éramos niños, este sitio era un escondrijo de piratas, que
                  guardaba los tesoros de nuestras fantasías infantiles. Ahora era el milagro de la
                  Madre Tierra; yo me sentía en su vientre, sabía que Ella estaba allí, protegién-
                  donos con sus paredes de piedra y lavando nuestros pecados con su pared de
                  agua.

                         — Gracias —dije en voz alta.
                         — ¿A quién das las gracias?

                         — A Ella. Y a ti, que fuiste un instrumento para que yo recuperase mi fe.
                         Él se acercó al borde del lago subterráneo. Contempló las aguas y son-
                  rió.
                         — Ven aquí —pidió.

                         Yo me acerqué.
                         — Tengo que contarte algo que todavía no sabes ——dijo.

                         Esas palabras me preocuparon. Pero su mirada era tranquila, y me tran-
                  quilicé.
                         — Todas las personas sobre la faz de la Tierra tienen un don —dijo—.
                  En algunas ese don se manifiesta espontáneamente; otras necesitan trabajar
                  para encontrarlo. Yo trabajé mi don durante los cuatro años que pasé en el se-
                  minario.

                         Ahora yo tenía que «representar»,  para utilizar un término que él me
                  había enseñado cuando el viejo nos negó la entrada en la iglesia.

                         Tenía que fingir que no sabía nada.
                         «No está equivocado —pensé—. No es un guión de frustración, sino de
                  alegría. »
                         — ¿Qué se hace en el seminario? —pregunté, tratando de ganar tiempo
                  para desempeñar mejor el papel.

                         — No viene al caso —dijo—. El hecho es que desarrollé un don. Soy ca-
                  paz de curar, cuando Dios así lo desea.
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