Page 118 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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— ¿Qué entiendes tú de gracia? —preguntó, y vi que había vuelto a po-
                  nerse tenso—. Uno de los nombres de la Gran Madre es Nuestra Señora de las
                  Gracias, y sus manos generosas derraman bendiciones sobre todas las perso-
                  nas que saben recibirlas.
                         »Nunca podemos juzgar la vida de los demás, porque cada uno sabe de
                  su propio dolor y de su propia renuncia. Una cosa es suponer que uno está en
                  el camino cierto; otra es suponer que ese camino es el único.
                         »Jesús dijo: la casa de mi padre tiene muchas moradas. El don es una
                  gracia. Pero también es una gracia llevar una vida de dignidad, de amor al pró-
                  jimo y de trabajo. María tuvo un esposo en la Tierra que trató de demostrar el
                  valor del trabajo anónimo. Aunque sin aparecer mucho, fue él quien proveyó
                  techo y alimento para que su mujer y su hijo pudiesen hacer todo lo que hicie-
                  ron. Su trabajo tiene tanta importancia como el trabajo de ellos, aunque casi no
                  se dé valor a eso.
                         Yo no dije nada. Él me cogió la mano.

                         — Perdóname la intolerancia.
                         Le besé la mano y la apoyé contra mi rostro.

                         — Es esto lo que te quiero explicar —dijo, sonriendo de nuevo—. Que
                  desde el momento en que te reencontré, supe que no podía hacerte sufrir con
                  mi misión.

                         Empecé a inquietarme.
                         — Ayer te mentí. Fue la primera y  la última mentira que te conté —
                  prosiguió—. En realidad, en vez de ir al seminario, fui a la montaña y conversé
                  con la Gran Madre.

                         »Le dije que, si ella quería, me apartaría de ti y seguiría mi camino. Se-
                  guiría con la puerta llena de enfermos, con los viajes en medio de la noche, con
                  la incomprensión de los que quieren negar la fe, con la mirada cínica de los que
                  desconfían de que el amor salva. Si Ella me lo pidiese, renunciaría a la cosa
                  que más quiero en el mundo: tú.
                         Volví a acordarme del padre. Él tenía razón. Aquella mañana se estaba
                  planteando una elección.

                         — Entretanto —continuó—, si fuese posible apartar este cáliz de mi vida,
                  yo prometía servir al mundo mediante mi amor por ti.

                         — ¿Qué estás diciendo? —pregunté, asustada.
                         Él pareció no oírme.

                         — No es necesario quitar las montañas de los lugares para probar la fe
                  —dijo—. Yo estaba preparado para encarar solo el sufrimiento, pero no para
                  dividirlo. Si continuara por ese camino, jamás tendríamos una casa con cortinas
                  blancas y un paisaje de montañas.
                         — ¡No quiero saber nada de esa casa! ¡No quise entrar en ella! —dije,
                  tratando de contenerme para no gritar—. Quiero acompañarte, estar contigo en
                  tu lucha, formar parte de los que se aventuran primero. ¿Es que no entiendes?
                  ¡Tú me devolviste la fe!
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