Page 114 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Pasamos la tarde caminando por el cañón, recordando los tiempos de la
                  infancia. Era la primera vez que él hacía eso; en nuestro viaje a Bilbao, había
                  tenido la sensación de que ya no le interesaba Soria.
                         Sin embargo, ahora me pedía detalles de cada uno de nuestros amigos;
                  quería saber si eran felices, y qué hacían en la vida.
                         Llegamos finalmente a la cascada más grande del Piedra, que reúne las
                  aguas de pequeños riachuelos dispersos y las arroja desde una altura de casi
                  treinta metros. Nos quedamos en el borde, escuchando el ruido ensordecedor,
                  contemplando un arco iris en la neblina que formaban las grandes cascadas de
                  agua.

                         — La Cola de Caballo —dije, sorprendida de saber todavía un nombre
                  que había escuchado hacía tanto tiempo.
                         — Me estoy acordando… —empezó a decir.
                         — ¡Sí! ¡Sé lo que vas a decir!

                         ¡Claro que lo sabía! La caída de agua ocultaba una gigantesca gruta. De
                  niños, al volver de nuestra primera excursión al monasterio de Piedra, estuvi-
                  mos conversando sobre aquel sitio durante días seguidos.

                         — La caverna —concluyó— ¡Vamos allí!
                         Resultaba imposible pasar por debajo del torrente de agua que caía. Los
                  antiguos monjes construyeron un túnel que empieza en el punto más alto de la
                  cascada y desciende por dentro de la tierra hasta la parte de atrás de la gruta.
                         No fue difícil encontrar la entrada. Durante el verano quizá hubiese luces
                  para señalar el camino, pero en ese momento éramos las únicas personas que
                  había allí, y el túnel estaba completamente a oscuras.
                         — ¿Entramos de todos modos? —pregunté.

                         — Claro. Confía en mí.



                         Comenzamos a bajar por el agujero al lado de la cascada. Aunque nos
                  cercase la oscuridad, sabíamos adónde íbamos, y él me había pedido que con-
                  fiara en él.

                         «Gracias, Señor —pensaba, mientras nos internábamos en las entrañas
                  de la tierra—. Porque era una oveja perdida, y Tú me trajiste de vuelta. Porque
                  mi vida estaba muerta, y Tú la resucitaste. Porque el amor ya no habitaba mi
                  corazón, y Tú me devolviste esa gracia.»

                         Me apoyaba en su hombro. Mi amado guiaba mis pasos por caminos de
                  tinieblas, sabiendo que volveríamos a encontrar la luz y que nos alegraría. Po-
                  día ocurrir que, en nuestro futuro, hubiese momentos en los que se invirtiese
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