Page 117 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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— Qué bien —respondí, tratando de mostrar sorpresa—. ¡No gastare-
                  mos dinero en médicos!
                         Él no se rió. Y yo me sentí como una idiota.

                         — Desarrollé mis dones mediante las prácticas carismáticas que tú viste
                  —prosiguió—. Al principio me quedaba perplejo; oraba, pedía la presencia del
                  Espíritu Santo, imponía mis manos y devolvía la salud a muchos enfermos. Mi
                  fama empezó a extenderse, y todos los días se formaba una cola en la puerta
                  del seminario, esperando mi auxilio. En cada herida infectada y maloliente yo
                  veía las llagas de Jesús.

                         — Estoy orgullosa de ti —dije.
                         — Mucha gente en el monasterio se oponía, pero mi superior me dio to-
                  do su apoyo.
                         — Continuaremos ese trabajo. Seguiremos juntos por el mundo. Yo lim-
                  piaré las heridas, tú las bendecirás y Dios manifestará sus milagros.

                         Él desvió la mirada, y la clavó en el lago. Parecía haber una presencia
                  en aquella caverna, algo parecido a lo de la noche en que nos habíamos embo-
                  rrachado junto a la fuente de Saint-Savin.

                         — Ya te lo conté, pero te lo voy a repetir —continuó—. Cierta noche, me
                  desperté con la habitación toda iluminada. Vi el rostro de la Gran Madre, y su
                  mirada de amor. A partir de ese día empecé a verla de vez en cuando. No era
                  algo que pudiera provocar, pero de vez en cuando Ella aparecía.
                         »A esas alturas, yo ya estaba al tanto del trabajo de los grandes revolu-
                  cionarios de la Iglesia. Sabía que mi misión en la Tierra, además de curar, era
                  preparar el camino para que Dios Mujer fuese de nuevo aceptado. El principio
                  femenino, la columna de la Misericordia, volvería a levantarse, y el Templo de
                  la Sabiduría sería reconstruido en el corazón de los hombres.
                         Yo lo miraba. Su expresión, que antes era tensa, volvió a quedar tranqui-
                  la.

                         — Esto tenía un precio, que yo estaba dispuesto a pagar.
                         Calló, sin saber cómo continuar la historia.

                         — ¿Qué quieres decir con «estaba»? —pregunté.
                         — El camino de la Diosa podría ser abierto sólo con palabras y milagros.
                  Pero el mundo no funciona así. Va a ser más duro; lágrimas, incomprensión,
                  sufrimiento.
                         «Aquel padre —pensé para mí—. Trató de meter el miedo en su cora-
                  zón. Pero yo seré su consuelo.»
                         — El camino no es de dolor, sino de gloria de servir —respondí.

                         — La mayoría de los seres humanos todavía desconfían del amor.
                         Sentí que quería decirme algo, y no lo lograba. Quizá pudiese ayudarlo.

                         — Yo estaba pensando en eso —interrumpí—. En el primer hombre que
                  escaló el pico más alto de los Pirineos y descubrió que la vida sin aventura no
                  tenía gracia.
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