Page 124 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Volví a despertar en el convento. Una mujer me estaba mirando.

                         — La señora casi se ha muerto —dijo—. Si no fuera por el vigía del mo-
                  nasterio, ya no estaría aquí.

                         Me levanté con torpeza, sin saber bien qué hacía. Parte del día anterior
                  me volvió a la memoria, y deseé que el vigía no hubiese pasado nunca por allí.
                         Pero ahora el verdadero tiempo de la muerte había pasado. Yo seguiría
                  viviendo.
                         La mujer me llevó hasta la cocina, y me dio café, bizcochos y pan con
                  aceite. No hizo preguntas, y yo  tampoco expliqué nada. Cuando terminé de
                  comer, me devolvió la bolsa.
                         — Fíjese si está todo ahí ——dijo.

                         — Debe de estar. No tenía nada.
                         — Tiene su vida, hija mía. Una vida larga. Cuídela mejor.

                         — Hay una ciudad cerca de aquí que tiene una iglesia —dije, con ganas
                  de llorar—. Ayer, antes de venir para aquí, entré en esa iglesia con…

                         Y no sabía cómo explicarlo.
                         — … con un amigo de la infancia. Ya estaba harta de andar visitando
                  iglesias pero tocaban las campanas, y él dijo que era una señal, que necesitá-
                  bamos entrar.
                         La mujer me llenó la taza, se sirvió un poco de café y se sentó a escu-
                  char mi historia.

                         — Entramos en la iglesia —continué—. No había nadie, estaba oscuro.
                  Estuve tratando de descubrir alguna señal, pero sólo veía los altares y los san-
                  tos de siempre. De repente oímos que algo se movía en la parte superior, don-
                  de está el órgano.
                         »Era un grupo de muchachos con violines, que en seguida empezaron a
                  afinar los instrumentos. Decidimos sentarnos a escuchar un poco de música
                  antes de salir de viaje.
                         Poco después, entró un hombre y se sentó a nuestro lado. Estaba ale-
                  gre, y les gritaba a los chicos que tocasen un pasodoble.
                         — ¡Música de corridas de toros! —dijo la mujer—. Espero que no hicie-
                  ran eso.

                         — No lo hicieron. Pero se rieron y tocaron una canción flamenca. Yo y
                  mi amigo nos sentíamos como si el cielo hubiera descendido sobre nosotros; la
                  iglesia, la oscuridad acogedora, el sonido de los violines y la alegría del hombre
                  que estaba a nuestro lado: todo aquello era un milagro.
                         »Poco a poco la iglesia se fue llenando. Los chicos seguían tocando mú-
                  sica flamenca, y los que entraban sonreían, y se dejaban contagiar por la ale-
                  gría de los músicos.
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