Page 121 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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A orillas del río Piedra me senté y lloré. Los recuerdos de aquella noche
                  son confusos y vagos. Sólo sé que estuve cerca de la muerte, pero no recuerdo
                  cómo es su rostro, ni adónde me llevaba.
                         Me gustaría recordarla, para poder también expulsarla de mi corazón.
                  Pero no puedo. Todo parece un sueño, desde el momento en que salí de aquel
                  túnel oscuro y encontré un mundo donde también había descendido ya la no-
                  che.

                         En el cielo no brillaba ninguna estrella. Recuerdo vagamente haber ca-
                  minado hasta el coche, sacado la  pequeña bolsa que llevaba conmigo y co-
                  menzado a andar sin rumbo. Debo de haber caminado hasta la carretera, y tra-
                  tado de hacer autostop para regresar  a Zaragoza…, sin haberlo conseguido.
                  Terminé volviendo a los jardines del monasterio.
                         El ruido del agua era omnipresente: las cascadas estaban en todos los
                  rincones, y yo veía la presencia de la Gran Madre persiguiéndome a donde-
                  quiera que fuese. Sí, Ella había amado el mundo; había amado el mundo tanto
                  como Dios, porque también había dado a su hijo para que fuera sacrificado por
                  los hombres. Pero ¿entendería el amor de una mujer por un hombre?

                         Ella puede haber sufrido por amor, pero era un amor diferente. Su gran
                  Novio lo sabía todo, hacía milagros.  Su novio en la Tierra era un trabajador
                  humilde, que creía todo lo que sus sueños le contaban. Ella nunca supo lo que
                  era abandonar o ser abandonada por un hombre. Cuando José pensó en ex-
                  pulsarla de la casa porque estaba embarazada, el Novio de los cielos le envió
                  un ángel para impedir que eso sucediese.

                         Su hijo la dejó. Pero los hijos siempre dejan a los padres. Es fácil sufrir
                  por amor al prójimo, por amor al mundo o por amor al hijo. Ese sufrimiento da
                  la sensación de que todo eso es parte de la vida, de que es un dolor noble y
                  grandioso. Es fácil sufrir por amor a una causa, o a una misión: eso sólo en-
                  grandece el corazón del que sufre.
                         Pero ¿cómo explicar el sufrimiento por un hombre? Es imposible. Enton-
                  ces, la gente se siente en el infierno, porque no existe nobleza ni grandeza,
                  apenas miseria.
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