Page 119 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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El sol había cambiado de posición, y sus rayos inundaban ahora las pa-
                  redes de la caverna. Pero toda aquella belleza empezaba a perder su significa-
                  do.

                         Dios escondió el infierno en medio del paraíso.
                         — Tú no sabes —dijo él, vi que sus ojos imploraban que lo comprendie-
                  se—. Tú no sabes el riesgo.

                         — ¡Pero eras feliz con ese riesgo!
                         — Soy feliz con él. Pero es mi riesgo.
                         Quise interrumpirlo, pero no me oía.

                         — Entonces, ayer, le pedí un milagro a la Virgen —continuó—. Le pedí
                  que me retirase el don.
                         Yo no podía creer lo que estaba oyendo

                         — Tengo un poco de dinero, y toda la experiencia que me han dado los
                  años de viajes. Compraremos una casa, buscaré un empleo y serviré a Dios
                  como hizo san José, con la humildad de una persona anónima. Ya no necesito
                  milagros para mantener viva mi fe. Te necesito a ti.
                         Las piernas empezaron a aflojárseme, como si fuera a desmayarme.

                         — Y en el momento en que le pedí a la Virgen que me retirara el don,
                  empecé a hablar las lenguas —prosiguió—. Las lenguas me decían lo siguien-
                  te: «Coloca las manos en la tierra. Tu don saldrá de ti, y regresará al seno de la
                  Madre.»
                         Yo tenía pánico.

                         — Tú no…
                         — Sí. Hice lo que la inspiración del Espíritu Santo mandaba. La neblina
                  empezó a disolverse, y el sol volvió a brillar entre las montañas. Sentí que la
                  Virgen me entendía, porque Ella también amó mucho.
                         — ¡Pero ella siguió a su hombre! ¡Y aceptó los pasos del hijo!

                         — No tenemos la fuerza de Ella, Pilar. Mi don irá a otra persona, pues
                  nunca se desperdicia.

                         »Ayer, en aquel bar, telefoneé a Barcelona y cancelé la conferencia.
                  Vamos a Zaragoza; tú conoces gente, y podemos empezar por allí. Luego bus-
                  caré un empleo.

                         Yo ya no podía pensar.
                         — ¡Pilar! —dijo él.

                         Pero yo ya caminaba de vuelta hacia el túnel, sin la guía de ningún hom-
                  bro amigo, seguida por la multitud de enfermos que iban a morir, por las fami-
                  lias que iban a sufrir, por los milagros que no serían hechos, por las risas que
                  no adornarían el mundo, por las montañas que quedarían siempre en el mismo
                  lugar.
                         Yo no veía nada, apenas la oscuridad casi física que me cercaba.
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