Page 63 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Era mejor no pensar. La presa se había roto, el amor me inundaba el
                  alma y ya no podía dominarlo. Todavía había una salida: la Otra, que era dura
                  porque era frágil, que era fría porque tenía miedo, pero yo ya no la quería. Ya
                  no podía ver la vida a través de sus ojos.
                         Un sonido me interrumpió el pensamiento, un sonido agudo, largo, como
                  de una flauta gigantesca. Mi corazón se sobresaltó.

                         Oí otro sonido. Y otro más. Miré hacia atrás: había una escalera de ma-
                  dera que llevaba a una plataforma poco cuidada, que no combinaba con la ar-
                  monía y la belleza helada de la piedra. Encima de la plataforma se veía un an-
                  tiguo órgano.
                         Y él estaba allí. No divisaba su rostro, porque el sitio era oscuro, pero
                  sabía que estaba allí.

                         Me levanté, y él me interrumpió.
                         — ¡Pilar! —dijo, con una voz llena de emoción—. Quédate donde estás.

                         Obedecí.
                         — Que la Gran Madre me inspire —prosiguió—. Que la música sea mi
                  oración de este día.



                         Y comenzó a sonar el Ave María. Debían de ser las seis de la tarde, la
                  hora del Ángelus, la hora en que la luz y las tinieblas se mezclaban. El sonido
                  del órgano resonaba en la iglesia vacía, se mezclaba con las piedras y las imá-
                  genes llenas de historias y de fe. Cerré los ojos, y dejé que la música se mez-
                  clase también conmigo, y me lavase el alma de miedos y de culpas, y me hicie-
                  se recordar siempre que yo era mejor de lo que pensaba, más fuerte de lo que
                  creía. Sentí una enorme necesidad de rezar; era la primera vez que eso ocurría
                  desde que me había apartado del camino de la fe. Aunque yo me había senta-
                  do en el banco, mi alma estaba arrodillada a los pies de aquella Señora que
                  tenía delante, la mujer que dijo
                         «sí»

                         cuando podía haber dicho no, y el ángel buscaría a otra y no habría nin-
                  gún pecado a los ojos del Señor, porque Dios conoce a fondo la debilidad de
                  sus hijos. Pero ella dijo

                         «hágase tu voluntad»
                         lo mismo que cuando sintió que recibía, junto con las palabras del ángel,
                  todo el dolor y el sufrimiento de su destino; y los ojos de su corazón pudieron
                  vislumbrar al hijo amado que salía de la casa, a las personas que lo seguían y
                  que luego lo negaban, pero

                         «hágase tu voluntad»
                         lo mismo que cuando, en el momento más sagrado de la vida de una
                  mujer, tuvo que mezclarse con los animales de un establo para dar a luz, por-
                  que así lo querían las Escrituras,
                         «hágase tu voluntad»
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