Page 64 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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lo mismo que cuando, acongojada, buscaba a su hijo por las calles, y lo
                  encontró en el templo. Y él pidió que no lo perturbase, porque necesitaba cum-
                  plir otros deberes y otras tareas,

                         «hágase tu voluntad»
                         sabiendo que lo seguiría buscando durante el resto de sus días, con el
                  corazón traspasado por el puñal del dolor, temiendo a cada minuto por su vida,
                  sabiendo que estaba perseguido y amenazado,
                         «hágase tu voluntad»

                         lo mismo que cuando al encontrarlo en medio de la multitud, no había
                  podido acercarse,

                         «hágase tu voluntad»
                         lo mismo que, cuando envió a alguien para avisarle que ella estaba allí,
                  el hijo mandó decirle que «mi madre y mis hermanos son estos que están con-
                  migo»,
                         «hágase tu voluntad»

                         lo mismo que cuando todos huyeron al final, y sólo ella, otra mujer y uno
                  de ellos se habían quedado a los pies de la cruz, soportando la risa de los
                  enemigos y la cobardía de los amigos,

                         «hágase tu voluntad».



                         Hágase tu voluntad, Señor. Porque Tú conoces la flaqueza de corazón
                  de Tus hijos, y sólo das a cada uno un peso que pueda cargar. Que Tú entien-
                  das mi amor, porque es la única cosa que tengo realmente mía, la única cosa
                  que podré llevar a la otra vida. Haz que se conserve valiente y puro, capaz de
                  seguir vivo, a pesar de los abismos y de las trampas del mundo.

                         El órgano calló, y el sol se escondió detrás de las montañas, como si
                  ambos fuesen dirigidos por la misma Mano. Su oración había sido escuchada,
                  la música había sido su oración. Abrí los ojos, y la iglesia estaba completamen-
                  te a oscuras, salvo por la vela solitaria que iluminaba la imagen de la Virgen.
                         Oí de nuevo sus pasos, que volvían hasta donde yo estaba. La luz de
                  aquella única vela me iluminó las lágrimas y la sonrisa, que aunque no era tan
                  hermosa como la de la Virgen, mostraba que mi corazón estaba vivo.
                         Él me miró, y yo lo miré. Mi mano buscó la suya y la encontró. Sentí que
                  ahora era su corazón el que latía más rápido; casi lo escuchaba, porque está-
                  bamos de nuevo en silencio.

                         Mi alma, sin embargo, estaba tranquila, y mi corazón estaba en paz.



                         Le apreté la mano y él me abrazó. Nos quedamos allí a los pies de la
                  Virgen durante un tiempo que no sé precisar, porque el tiempo se había deteni-
                  do.
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