Page 58 - 13 EL MERCADER DE VENECIA--WILLIAM SHAKESPEARE
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LORENZO.-  ¿Quién viene con ella?
                             STEPHANO.-  Nadie, si no es un santo ermitaño y su criada. ¿Está ya
                             mi amo de regreso, me hacéis el favor?
                             LORENZO.-  No; y no hemos sabido noticias suyas. Pero os lo ruego,
                             Jessica, entremos y hagamos algunos preparativos de fiesta para
                             desear la bienvenida a la dueña de casa.


                             (Entra LAUNCELOT.)

                             LAUNCELOT.-  ¡Hola, hola! ¡Ah de la casa! ¡Eh! ¡Hola, hola!
                             LORENZO.-  ¿Quién llama?
                             LAUNCELOT.-  ¡Hola! ¿Habéis visto a maese Lorenzo? ¡Maese Lorenzo,
                             hola, hola!
                             LORENZO.-  Déjate de tus holas, hombre; acércate un poco.
                             LAUNCELOT.-  ¡Hola! ¿Dónde? ¿Dónde?
                             LORENZO.-  Aquí.
                             LAUNCELOT.-  Decidle que ha llegado un correo de parte de mi amo,
                             con su trompa llena de buenas noticias; mi amo estará aquí antes de
                             amanecer.
                             LORENZO.-  Entremos, querida mía, y esperemos su llegada. Y, sin
                             embargo, es inútil. ¿Por qué hemos de entrar? Amigo Stephano, por
                             favor, id a anunciar en la casa que vuestra ama está para llegar, y
                             decid a vuestros músicos que vengan aquí, al aire libre.  (Sale
                             STEPHANO.)  ¡Cuán dulcemente duerme el claro de luna sobre ese
                             bancal de césped! Vamos a sentarnos allí y dejemos los acordes de la
                             música que se deslicen en nuestros oídos. La dulce tranquilidad y la
                             noche convienen a los acentos de la suave armonía. Siéntate,
                             Jessica. ¡Mira cómo la bóveda del firmamento está tachonada de
                             innumerables patenas de oro resplandeciente! No hay ni el más
                             pequeño de esos globos que contemplas que con sus movimientos no
                             produzca una angelical melodía que concierte con las voces de los
                             querubines de ojos eternamente jóvenes. Las almas inmortales tienen
                             en ella una música así; pero hasta que cae esta envoltura de barro
                             que las aprisiona groseramente entre sus muros, no podemos
                             escucharla.

                             (Entran los músicos.)

                             ¡Eh, venid y despertad a Diana con un himno! ¡Que vuestros más
                             dulces sones vayan a impresionar los oídos de vuestra señora y
                             traedla hasta su morada con música!


                             (Suena la música.)

                             JESSICA.-  Jamás estoy alegre cuando oigo una dulce música.
                             LORENZO.-  La razón es que todos vuestros sentidos están atentos.
                             Fijaos un instante como se conduce un rebaño montaraz y retozón, una
                             yeguada de potros jóvenes sin domar haciendo locas cabriolas,
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