Page 51 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
P. 51
entidad —y aun la del bien en cuanto valor objetivo y objetivamente obligatorio— que no proceden de
ninguna percepción sensible... Estas ideas nos obligan a abandonar el terreno de la experiencia sensible y nos
llevan a aquello que, independientemente de toda percepción, existe en la razón pura y constituye una
28
disposición original del espíritu mismo» . Confieso que no me parece tan evidente la existencia a priori de
ideas como las de perfección, necesidad o bien. Tampoco veo cómo pueden constituir una disposición
original de nuestra razón. Es verdad que podría afirmarse que semejantes ideas son algo así como
aspiraciones constitutivas de la conciencia. Mas cada vez que cristalizan en un juicio ético, niegan otros
juicios éticos que también pretenden encarnar, con el mismo rigor y absolutismo, esa aspiración al bien. Cada
juicio ético niega a los otros y, en cierto modo, a esa idea a priori en que se fundan y en la que él mismo se
sustenta. Pero no es necesario detenerse en esta cuestión, que rebasa los límites de este ensayo (para no
hablar de los más estrechos aún de mi competencia). Pues aun si efectivamente esas ideas constituyen un
dominio anterior a la percepción, o a las interpretaciones de la percepción, ¿cómo podemos saber si
realmente son un elemento originario de la categoría de lo sagrado? Ni en la experiencia de lo sobrenatural se
encuentra un trazo de su presencia, ni tampoco aparece su huella en muchas concepciones religiosas. La idea
de perfección, concebida como un a priori racional, debería reflejarse automáticamente en la noción de
divinidad. Los hechos parecen desmentir esta presunción. La religión azteca nos muestra un dios que cede y
peca: Quetzalcóatl; la religión griega y otras creencias pueden darnos ejemplos parecidos. Asimismo, las
ideas de bien y de necesidad exigen la noción complementaria de omnipotencia. La misma religión azteca
nos ofrece una desconcertante interpretación del sacrificio: los dioses no son todopoderosos, puesto que
necesitan de la sangre humana para asegurar el mantenimiento del orden cósmico. Los dioses mueven el
mundo, pero la sangre mueve a los dioses. No es útil multiplicar los ejemplos, ya que el mismo Otto cuida de
fijar un límite a su afirmación: «Los predicados racionales no agotan la esencia de lo divino..., son predicados
esenciales más sintéticos. No se comprenderá exactamente lo que son si no se les considera como atributos de
29
un objeto que en cierto modo les sirve de apoyo y que para ellos mismos es inaccesible» .
La experiencia de lo sagrado es una experiencia repulsiva. O más exactamente: revulsiva. Es un echar afuera
lo interior y secreto, un mostrar las entrañas. Lo demoníaco, nos dicen todos los mitos, brota del centro de la
tierra. Es una revelación de lo escondido. Al mismo tiempo, toda aparición implica una ruptura del tiempo o
del espacio: la tierra se abre, el tiempo se escinde; por la herida o abertura vemos «el otro lado» del ser. El
vértigo brota de este abrirse del mundo en dos y enseñarnos que la creación se sustenta en un abismo. Mas
apenas el hombre intenta sistematizar su experiencia y hace del horror original un concepto, tiende a
introducir una suerte de jerarquía en sus visiones. No es aventurado ver en esta operación el origen del
dualismo y, por tanto, de los llamados elementos racionales. Ciertos componentes de la experiencia se
convierten en atributos de la manifestación nocturna o siniestra del dios (el aspecto destructor de Shiva, la
cólera de Jehová, la embriaguez de Quetzalcóatl, la vertiente norte de Tezcatlipoca, etc.). Otros elementos se
transforman en expresiones de su forma luminosa, aspecto solar o salvador. En otras religiones el dualismo se
hace más radical y el dios de dos caras o manifestaciones cede el sitio a divinidades autónomas, al príncipe
de la luz y al de las tinieblas. En suma, a través de una purga o purificación los elementos atroces de la
experiencia se desprenden de la figura del dios y preparan el advenimiento de la ética religiosa. Pero
cualquiera que sea el valor moral de los preceptos religiosos, es indudable que no constituyen el fondo último
de lo sagrado y que no proceden, tampoco, de una intuición ética pura. Son el resultado de una
racionalización o purificación de la experiencia original, que se da en capas más profundas del ser.
Otto funda así la anterioridad y originalidad de los elementos irracionales: «Las ideas de numinoso y sus
elementos correlativos son, como las racionales, ideas y sentimientos absolutamente puros, a los que se
aplican con exactitud perfecta los signos que Kant señala como inherentes al concepto y al sentimiento
puros». Esto es, ideas y sentimientos anteriores a la experiencia, aunque sólo se den en ella y sólo por ella
podamos aprehenderlos. Al lado de la razón teórica y la razón práctica, Otto postula la existencia de un tercer
dominio «que constituye algo más elevado o, si se quiere, más profundo». Este tercer dominio es lo divino, lo
santo o lo sagrado y en él se apoyan todas las concepciones religiosas. Así pues, lo sagrado no es sino la
expresión de una disposición divinizarte, innata en el hombre. Estamos, pues, en presencia de una suerte de
«instinto religioso», que tiende a tener conciencia de sí y de sus objetos «gracias al desarrollo del oscuro
contenido de esa idea a priori de la que el mismo ha surgido». El contenido de las representaciones de esa
disposición es irracional, como el a priori mismo en que se asienta, porque no puede ser reducido a razones ni
28
Rodolfo Otto, Lo santo, Madrid, 1928.
29
Op. cit.

