Page 50 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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mujer nos exalta, nos hace salir de nosotros y, simultáneamente, nos hace volver. Caer: volver a ser. Hambre
        de vida: hambre de muerte. Salto de la energía, disparo, expansión del ser: pereza, inercia cósmica, caer en el
        sinfín. Extrañeza ante lo Otro: vuelta a uno mismo. Experiencia de la unidad e identidad final del ser.
        Los primeros en advertir el origen común de amor, religión y poesía fueron los poetas. El pensamiento
        moderno ha confiscado este descubrimiento para sus fines. Para el nihilismo contemporáneo poesía y religión
        no son sino formas de la sexualidad: la religión es una neurosis, la poesía una sublimación. No es necesario
        detenerse en estas explicaciones. Tampoco en las que pretenden explicar un fenómeno por otro —económico,
        social o psicológico— que a su vez necesita otra explicación. Todas esas hipótesis, como se ha dicho muchas
        veces, delatan el imperialismo de lo particular, característico de las concepciones del siglo pasado. La verdad
        es que en la experiencia de lo sobrenatural, como en la del amor y en la de la poesía, el hombre se siente
        arrancado o separado de sí. Y a esta primera sensación de ruptura sucede otra de total identificación con
        aquello que nos parecía ajeno y al cual nos hemos fundido de tal modo que ya es indistinguible e inseparable
        de nuestro propio ser. ¿Por qué no pensar, entonces, que todas estas experiencias tienen por centro común
        algo más antiguo que la sexualidad, la organización económica o social o cualquier otra «causa»?
        Lo sagrado trasciende la sexualidad y las instituciones sociales en que cristaliza. Es erotismo, pero es algo
        que traspasa el impulso sexual; es un fenómeno social, pero es otra cosa. Lo sagrado se nos escapa. Al
        intentar asirlo, nos encontramos que tiene su origen en algo anterior y que se confunde con nuestro ser. Otro
        tanto ocurre con amor y poesía. Las tres experiencias son manifestaciones de algo que es la raíz misma del
        hombre. En las tres late la nostalgia de un estado anterior. Y ese estado de unidad primordial, del cual fuimos
        separados, del cual estamos siendo separados a cada momento, constituye nuestra condición original, a la que
        una y otra vez volvemos. Apenas sabemos qué es lo que nos llama desde el fondo de nuestro ser. Entrevemos
        su dialéctica y sabemos que los movimientos antagónicos en que se expresa —extrañeza y reconocimiento,
        elevación y caída, horror y devoción, repulsión y fascinación— tienden a resolverse en unidad. ¿Escapamos
        así a nuestra condición? ¿Regresamos de veras a lo que somos? Regreso a lo que fuimos y anticipación de lo
        que seremos. La nostalgia de la vida anterior es presentimiento de la vida futura. Pero una vida anterior y una
        vida futura que son aquí y ahora y que se resuelven en un instante relampagueante. Esa nostalgia y ese
        presentimiento son la substancia de todas las grandes empresas humanas, trátese de poemas o de mitos
        religiosos, de utopías sociales o de empresas heroicas. Y quizá el verdadero nombre del hombre, la cifra de
        su ser, sea el Deseo. Pues ¿qué es la temporalidad de Heidegger o la «otredad» de Machado, qué es ese
        continuo proyectarse del hombre hacia lo que no es él mismo sino Deseo? Si el hombre es un ser que no es,
        sino que se está siendo, un ser que nunca acaba de serse, ¿no es un ser de deseos tanto como un deseo de ser?
        En el encuentro amoroso, en la imagen poética y en la teofanía se conjugan sed y satisfacción: somos
        simultáneamente fruto y boca, en unidad indivisible. El hombre, dicen los modernos, es temporalidad. Mas
        esa temporalidad quiere aquietarse, saciarse, contemplarse a sí misma. Mana para satisfacerse. El hombre se
        imagina; y al imaginarse, se revela. ¿Qué es lo que nos revela la poesía?


             La revelación poética


        Religión y poesía tienden a realizar de una vez y —para siempre esa posibilidad de ser que somos y que
        constituye nuestra manera propia de ser; ambas son tentativas por abrazar esa «otredad» que Machado
        llamaba la «esencial heterogeneidad del ser». La experiencia poética, como la religiosa, es un salto mortal: un
        cambiar de naturaleza que es también un regresar a nuestra naturaleza original. Encubierto por la vida
        profana o prosaica, nuestro ser de pronto recuerda su perdida identidad; y entonces aparece, emerge, ese
        «otro» que somos. Poesía y religión son revelación. Pero la palabra poética se pasa de la autoridad divina. La
        imagen se sustenta en sí misma, sin que le sea necesario recurrir ni a la demostración racional ni a la
        instancia de un poder sobrenatural: es la revelación de sí mismo que el hombre se hace a sí mismo. La
        palabra religiosa, por el contrario, pretende revelarnos un misterio que es, por definición, ajeno a nosotros.
        Esta diversidad no deja de hacer más turbadoras las semejanzas entre religión y poesía. ¿Cómo, si parecen
        nacer de la misma fuente y obedecer a la misma dialéctica, se bifurcan hasta cristalizar en formas
        irreconciliables: por una parte, ritmos e imágenes; por la otra, teofanías y ritos? ¿La poesía es una suerte de
        excrescencia de la religión o una como oscura y borrosa prefiguración de lo sagrado? ¿La religión es poesía
        convenida en dogma? La descripción del capítulo anterior no nos da elementos suficientes para responder
        con certeza a estas preguntas.
        Para Rodolfo Otto lo sagrado es una categoría a priori, compuesta de dos elementos: unos racionales y otros
        irracionales. Los elementos racionales están constituidos por las ideas «de absoluto, perfección, necesidad y
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