Page 53 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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Nuestra dependencia de un superior o de una circunstancia cualquiera es relativa y cesa apenas desaparece su
agente; nuestra dependencia de Dios es absoluta y permanente: nace con nuestro mismo nacimiento y no
termina nunca, ni siquiera después de la muerte. Esta dependencia es algo «original y fundamental del
espíritu, algo que no es definible sino por sí mismo». Lo sagrado se obtiene así por inferencia: del
sentimiento de mí mismo, del sentirme dependiente de algo, brota la noción de la divinidad. Otto hace suya la
idea del filósofo romántico, pero le reprocha su racionalismo. En efecto, para Schleier-macher lo sagrado o
numinoso no constituye realmente una idea anterior a todas las ideas, sino que es una consecuencia de este
sentirnos a nosotros mismos como dependencia de algo desconocido. Ese algo desconocido, siempre presente
y nunca visible del todo, se llama Dios. Para evitar todo equívoco, Otto llama al sentimiento original «estado
de criatura». El centro de gravedad cambia. Lo realmente característico reside en el hecho «de no ser más que
criaturas». Con lo cual no quiere decir que nuestro sentimiento original arranca de la oscura conciencia de
nuestra finitud y pequeñez, sino que nos sentimos criaturas porque nos encontramos ante la faz de un creador.
La aprehensión inmediata del creador constituye así el elemento primero y distintivo del sentimiento original.
A la inversa de Schleier-macher, para Otto el estado de criatura es una consecuencia de este súbito
enfrentarse al creador. Nos sentimos poca cosa o nada porque estamos ante el todo. Somos criaturas y
tenemos conciencia de nosotros mismos porque hemos vislumbrado al creador.
Es difícil aceptar esta interpretación. Todos los textos místicos y religiosos más bien parecen afirmar lo
contrario: los estados negativos preceden a los positivos, el estado de criatura es anterior a la noción o visión
de un creador. Al nacer, el niño no se siente hijo, ni tiene noción alguna de paternidad o de maternidad. Se
siente desarraigado, echado en un mundo extraño y nada más. Estrictamente hablando, el sentimiento de
orfandad es anterior a la noción de maternidad o de paternidad. Así, Otto no hace sino reproducir —sólo que
en sentido inverso— la operación que critica a Schleier-macher. El primero hace surgir la idea de Dios del
sentimiento de dependencia; el segundo, hace de lo numinoso la fuente del estado de criatura. En ambos
casos se trata de una interpretación de una situación dada. ¿Y cuál es esa situación? Aquí Otto da en el blanco
justo. Porque precisamente se trata de la situación original y determinante del hombre: el haber nacido. El
hombre ha sido arrojado, echado al mundo. Y a lo largo de nuestra existencia se repite la situación del recién
nacido: cada minuto nos echa al mundo; cada minuto nos engendra desnudos y sin amparo; lo desconocido y
ajeno nos rodea por todas partes. Despojado de su interpretación teológica, el estado de criatura de Otto no es
sino lo que llama Heidegger «el abrupto sentimiento de estar (o encontrarse) ahí». Y como dice Waelhens en
su comentario a El ser y el tiempo: «El sentimiento de la situación original expresa afectivamente nuestra
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condición fundamental» . La categoría de lo sagrado no es una revelación afectiva de esa condición
fundamental —el ser criaturas, el haber nacido y el nacernos a cada instante— sino que es una interpretación
de esa condición. El hecho radical de «estar ahí», de encontrarnos siempre lanzados a lo extraño, finitos e
indefensos, se convierte en un haber sido creados por una voluntad todopoderosa a cuyo seno hemos de
volver.
De acuerdo con el análisis de Heidegger, la angustia y el miedo son las dos vías, enemigas y paralelas, que
nos abren y cierran, respectivamente, el acceso a nuestra condición original. Gracias a la experiencia de lo
sagrado —que parte del vértigo ante su propia oquedad— el hombre logra asirse como lo que es:
contingencia y finitud. Mas esta revelación fulgurante queda encubierta un segundo después por la
interpretación de nuestra condición conforme a elementos exteriores a ella misma: un creador, una divinidad.
En efecto, «muchos autores han discernido muy bien la nada que se descubre en la angustia. Pero
inmediatamente han desviado el sentido de esta revelación, denunciando la nadería del pecador ante Dios.
Por gracia de la Redención y del perdón que otorga a nuestras faltas, parece que nuestra miseria se borra; y la
recobrada perspectiva de una salvación eterna restaura el valor de nuestra existencia y nos permite superar la
nada un instante entrevista. Una vez más se disfraza la verdadera significación de la angustia, según ocurre
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en San Agustín, Lutero y el mismo Kierkegaard» . Nosotros podemos añadir otros nombres: Miguel de
Unamuno, y sobre todo, Quevedo (en sus poemas Lágrimas de un penitente y Heróclito cristiano, hasta ahora
ignorados por nuestra crítica). Puede concluirse que la experiencia de lo sagrado es una revelación de nuestra
condición original, pero que asimismo es una interpretación que tiende a ocultarnos el sentido de esa
revelación. Reacción ante el hecho fundamental que nos define como hombres: el ser mortales y el saberlo y
sentirlo, la religión es una respuesta a esa condena a vivir su mortalidad que es todo hombre. Pero es una
respuesta que nos encubre eso mismo que, en su primer movimiento, nos revela.
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Alphonse de Waelhens, La Pkilosophie de Martin Heidegger, Lovaina, 1948.
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Op. cit.

