Page 52 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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a conceptos: «La religión es una tierra incógnita para la razón». El objeto numinoso es lo radicalmente
extraño a nosotros, precisamente por inasible para la razón humana. Cuando queremos expresarlo no tenemos
más remedio que acudir a imágenes y paradojas. El Nirvana del budismo y la Nada del místico cristiano son
nociones negativas y positivas al mismo tiempo, verdaderos «ideogramas numinosos de lo Otro». La
antinomia, «que es la forma más aguda de la paradoja», constituye así el elemento natural de la teología
mística, lo mismo para los cristianos que para los árabes, los hindúes y los budistas.
La concepción de Otto recuerda la sentencia de Novalis: «Cuando el corazón se siente a sí mismo y, desasido
de todo objeto particular y real, deviene su propio objeto ideal, entonces nace la religión». La experiencia de
lo sagrado no es tanto la revelación de un objeto exterior a nosotros —dios, demonio, presencia ajena—
como un abrir nuestro corazón o nuestras entrañas para que brote ese «Otro» escondido. La revelación, en el
sentido de un don o gracia que viene del exterior, se transforma en un abrirse del hombre a sí mismo. Lo
menos que se puede decir de esta idea es que la noción de trascendencia —fundamento de la religión— sufre
un grave quebranto. El hombre no está «suspendido de la mano de Dios», sino que Dios yace oculto en el
corazón del hombre. El objeto numinoso es siempre interior y se da como la otra cara, la positiva, del vacío
con que se inicia toda experiencia mística. ¿Cómo conciliar este emerger de Dios en el hombre con la idea de
una Presencia absolutamente extraña a nosotros? ¿Cómo aceptar que vemos a Dios gracias a una disposición
divinizarte sin al mismo tiempo minar su existencia misma, haciéndola depender de la subjetividad humana?
Por otra parte, ¿cómo distinguir la disposición religiosa o divinizarte de otras «disposiciones», entre las
cuales se encuentra, precisamente, la de poetizar? Porque podemos alterar la frase de Novalis y decir, con el
mismo derecho y sin escándalo para nadie: «Cuando el corazón se siente a sí mismo... entonces nace la
poesía». El mismo Otto reconoce que «la noción de lo sublime se asocia estrechamente a la de numinoso» y
que sucede lo mismo con el sentimiento poético y el musical. Sólo que, dice, la aparición del sentimiento de
lo sublime es posterior a la de lo numinoso. Así, lo distintivo de lo sagrado sería su antigüedad.
La anterioridad de lo sagrado no puede ser de orden histórico. No sabemos, ni lo sabremos nunca, qué fue lo
primero que sintió o pensó el hombre en el momento de aparecer sobre la tierra. La antigüedad que reclama
Otto debe entenderse de otra manera: lo sagrado es el sentimiento original, del que se desprenden lo sublime
y lo poético. Nada más difícil de probar. En toda experiencia de lo sagrado se da un elemento que no es
temerario llamar «sublime», en el sentido kantiano de la palabra. Y a la inversa: en lo sublime hay siempre
un temblor, un malestar, un pasmo y ahogo, que delatan la presencia de lo desconocido e inconmensurable,
rasgos del horror divino. Otro tanto puede decirse del amor: la sexualidad se manifiesta en la experiencia de
lo sagrado con terrible potencia; y éste en la vida erótica: todo amor es una revelación, un sacudimiento que
hace temblar los cimientos del yo y nos lleva a proferir palabras que no son muy distintas de las que emplea
el místico. En la creación poética pasa algo parecido: ausencia y presencia, silencio y palabra, vacío y
plenitud son estados poéticos tanto como religiosos y amorosos. Y en todos ellos los elementos racionales se
dan al mismo tiempo que los irracionales, sin que sea posible separarlos sino tras una purificación—*)
interpretación posterior. Todo esto nos lleva a presumir que es imposible afirmar que lo sagrado constituye
una categoría a priori, irreducible y original, de la que proceden las otras. Cada vez que intentamos asirla nos
encontramos con que lo que parecía distinguirla está presente también en otras experiencias. El hombre es un
ser que se asombra; al asombrarse, poetiza, ama, diviniza. En el amor hay asombro, poetización, divinización
y fetichismo. El poetizar brota también del asombro y el poeta diviniza como el místico y ama como el
enamorado. Ninguna de estas experiencias es pura; en todas ellas aparecen los mismos elementos, sin que
pueda decirse que uno es anterior a los otros.
El sentido, y no la composición de los elementos que las forman, podría distinguir cada una de estas
experiencias. La coloración especial que distingue las palabras del místico de las del poeta es el objeto a que
están referidas. Un texto de San Juan adquiere tonalidad religiosa porque el objeto numinoso las baña en una
luz particular. Así, lo realmente privativo de cada experiencia sería su objeto. Pero aquí la dificultad empieza
a mostrarse como realmente insuperable. Nos movemos en un círculo. Pues los objetos externos sólo pueden
«excitar o despertar la disposición divinizarte». No son ellos, sino esa elusiva disposición, la que los inscribe
dentro de lo sagrado. Mas esa disposición no es pura, según se ha visto. En suma: nada nos permite aislar la
categoría de lo sagrado de otras análogas, excepto su objeto o referencia; pero el objeto no se da fuera, sino
dentro, en la experiencia misma. Todos los caminos de acceso se cierran. No queda más remedio que
abandonar ideas y categorías a priori y asir lo sagrado en el momento de su nacimiento en el hombre.
El horror sagrado brota de la extrañeza radical. El asombro produce una suerte de disminución del yo. El
hombre se siente pequeño, perdido en la inmensidad, apenas se ve solo. La sensación de pequeñez puede
llegar a la afirmación de la miseria: el hombre no es sino «polvo y ceniza». Schleier—macher llama a este
estado «sentimiento de dependencia». Una diferencia cualitativa separa esta «dependencia» de las otras.

