Page 76 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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no admite consuelo: es un dardo clavado en el corazón de ese cosmos justo. Nadie puede extraerlo porque
        simboliza la condición trágica del hombre.
        También para Sófocles la acción trágica no implica sólo la soberanía del Destino sino la activa participación
        del hombre en el cumplimiento de la justicia cósmica. La resignación es innoble si no se transforma en
        conciencia del dolor. Y por el dolor se llega a la visión trágica, que dice «sí a la esfinge cuyo misterio ningún
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        mortal es capaz de resolver» . La tragedia no predica la resignación inconsciente, sino la voluntaria
        aceptación del Destino. En él y frente a él se afina el temple humano y sólo en ese «Sí» la libertad humana se
        reconcilia con la fatalidad exterior. Gracias a la aceptación trágica del héroe, el coro puede decir a Edipo:
        «Los dioses que te hirieron, te levantarán de nuevo». En estas palabras de Sófocles hay una respuesta al grito
        de Prometeo: apenas el Destino se hace conciencia, se transforma y cesa la pena. Ni Esquilo ni Sófocles
        niegan que el Destino sea la expresión de la legalidad inmanente de las cosas, pero ambos quieren insertar al
        hombre dentro de esa ley universal sin sacrificar su conciencia. Sófocles acentúa el carácter redentor, por
        decirlo así, de la conciencia, a la que concibe como la intuición superior de las fuerzas que rigen el cosmos, y
        la luz de esa comprensión ilumina los ciegos pasos de Edipo en Colona. Una y otra vez el genio griego
        afirma que el hombre es algo más que un «instrumento» en las manos de un dios. ¿Cómo conciliar esta
        afirmación con la del Destino? Este problema nunca fue resuelto del todo y en él reside precisamente lo que
        se llama conflicto trágico. Se trata de dos términos incompatibles y que, sin embargo, se complementan y
        gracias a los cuales el hombre es hombre y el mundo es mundo. Lo trágico reside en la afirmación mutua e
        igualmente absoluta de los contrarios. Si el hombre no fuese culpable, el Destino no lo destrozaría; pero esa
        culpa no disminuye sino engrandece a Prometeo, Antígona y Edipo. Por ellos y en ellos el Ser se cumple y no
        regresa el caos. La conciencia del Destino es lo único que puede librarnos de su peso atroz y darnos una
        vislumbre de la armonía universal. Libertad y Destino son términos opuestos y complementarios. Su misterio
        pertenece a la naturaleza misma de las cosas. El pesimismo griego es de orden distinto al cristiano.
        Eurípides es el primero que se atreve abiertamente a preguntarse sobre la santidad y justicia de la legalidad
        cósmica. Al hacerlo, abandona el campo del Ser y se traslada al de la crítica moral. La culpa deja de ser una
        maldición objetiva y se convierte en un concepto subjetivo y psicológico. El Destino es loco, caprichoso e
        injusto, nos dicen los héroes de Eurípides. Esquilo había proferido quejas semejantes, pero su obra no es una
        defensa filosófica de los derechos del hombre, ni una crítica de los dioses, sino la expresión de la condición
        humana como manifestación de la legalidad cósmica. Apenas se niega la justicia del Destino, pierde también
        justificación el dolor y el caos regresa. El hombre, ante la invasión del azar, no puede hacer nada sino
        refugiarse en sí mismo o crearse una ciudad ideal. El estoicismo, el misticismo personal y la utopía política
        son salidas de un mundo que ha perdido su legalidad objetiva. La grandeza de Eurípides como poeta lírico, su
        conocimiento de las pasiones y su penetración psicológica no compensan lo que se ha llamado su «pecado
        contra el mito», o sea el haber convertido en causa psicológica lo que antes fue justicia cósmica. Al romper la
        tensión trágica, abrió la puerta al relativismo y a la psicología y minó los fundamentos de la idea del ser.
        ¿Pero no será mucho olvidar que, asimismo, Eurípides afirma la inocencia del hombre? Esa inocencia, a la
        inversa de lo que ocurre con Esquilo, no se postula frente a la legalidad y santidad del Destino sino como un
        alegato ante la irracionalidad y locura de ese mismo Destino. La respuesta que da Eurípides a la pregunta que
        se habían hecho Esquilo y Sófocles tiene así dos caras: niega la santidad del Destino y sostiene la inocencia
        del hombre. Su negación rompe el conflicto trágico, pues no es 2o mismo ser víctima del ciego azar o de la
        pasión que de una justicia cósmica; su afirmación, en cambio, sí es eminentemente trágica: el hombreas
        inocente porque su culpa no es suya realmente. Eurípides recoge la antigua noción de culpa objetiva, la
        contrasta con las ideas de responsabilidad subjetiva y afirma la inocencia última del hombre. Esta afirmación
        es trágica, porque en ella también hay un conflicto que nada, excepto la conciencia superior de nuestra
        condición, resuelve. Pagamos y expiamos, porque siendo inocentes somos culpables.
        En los tres grandes poetas trágicos se transparente un conflicto que no admite solución, excepto suprimiendo
        uno de los dos' términos antagónicos: Destino o conciencia humana. En ese conflicto la «otra voz»,
        reveladora de la condición humana fundamental, se manifiesta con una plenitud y una hondura que hacen, a
        mi juicio, que sea la tragedia la más alta creación poética del hombre. El hombre es Destino, fatalidad,
        naturaleza, historia, azar, apetito o como quiera llamársele a esa condición que lo lleva más allá de sí y de sus
        límites; pero, además, el hombre es conciencia de sí. En esta contradicción reside el misterio de su ser, su
        carácter polémico y aquello que lo distingue del resto de los entes. Pero la grandeza de la tragedia no consiste
        en haber llegado a esta concepción sino en haberla vivido realmente y en haber encarnado la contradicción
        insoluble de los dos términos. Los héroes trágicos —aun en los momentos de mayor locura y extravío— no

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                W. Jaeger, Paideia
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