Page 87 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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El verbo desencarnado


        La novela y el teatro son formas que permiten un compromiso entre el espíritu crítico y el poético. La
        primera, además, lo exige; su esencia consiste precisamente en ser un compromiso. En cambio, la poesía
        lírica canta pasiones y experiencias irreductibles al análisis y que constituyen un gasto y un derroche. Exaltar
        el amor entraña una provocación, un desafío al mundo moderno, pues es algo que escapa al análisis y que
        constituye una excepción inclasificable; de ahí el extraño prestigio del adulterio durante la edad moderna: si
        para los antiguos era un crimen o un hecho sin importancia, en el siglo XIX se convierte en un reto a la
        sociedad, una rebelión y un acto consagrado por la luz ambigua de lo maldito. (Asistimos ahora al fenómeno
        contrario: la boga del erotismo suprime sus poderes de destrucción y creación. Tránsito del pecado a la
        diversión anónima...) El sueño, la divagación, el juego de los ritmos, el fantaseo, también son experiencias
        que alteran sin posible compensación la economía del espíritu y enturbian el juicio. Para el burgués, la poesía
        es una distracción —¿pero a quién distrae, si no es a unos cuantos extravagantes?— o es una actividad
        peligrosa; y el poeta, un clown inofensivo —aunque dispendioso— o un loco y un criminal en potencia. La
        inspiración es superchería o enfermedad y es posible clasificar las imágenes poéticas —curiosa confusión que
        dura todavía— como productos de las enfermedades mentales. Los «poetas malditos», no son una creación
        del romanticismo: son el fruto de una sociedad que expulsa aquello que no puede asimilar. La poesía ni
        ilumina ni divierte al burgués. Por eso destierra al poeta y lo transforma en un parásito o en un vagabundo.
        De ahí también que los poetas no vivan, por primera vez en la historia, de su trabajo. Su labor no vale nada y
        este no vale nada se traduce precisamente en un no ganar nada. El poeta debe buscar otra ocupación —desde
        la diplomacia hasta la estafa— o perecer de hambre. Esta situación se confunde ron el nacimiento de la
        sociedad moderna: el primer poeta «loco» fue Tasso; el primer «criminal» Villon. Los Siglos de Oro
        españoles están poblados de poetas mendigos y la época isabelina de líricos rufianes. Góngora mendigó toda
        su vida, hizo trampas en el juego y acabó sitiado por los acreedores; Lope acudió a la tercería; en la vejez de
        Cervantes hay un penoso incidente en el que aparecen con luz equívoca mujeres de su familia; Mira de
        Amescua, canónigo en Granada y dramaturgo en Madrid, cobraba por un empleo que no desempeñaba;
        Quevedo, con varia fortuna, se entregó a la política'; Alarcón se refugió en la alta burocracia... Marlowe fue
        asesinado en una oscura intriga, después de haber sido acusado de ateísmo y libertinaje; Jonson fue poeta
        laureado y recibía, amén de una suma de dinero, una barrica anual de vino: ambas insuficientes; Donne
        cambió de casaca y así logró ascender a Deán de San Pablo... En el siglo XIX la situación social de los poetas
        empeora. Desaparecen los mecenas y sus ingresos disminuyen, con excepciones como la de Hugo. La poesía
        no se cotiza, no es un valor que puede transformarse en dinero como la pintura. Las «tiradas de lujo» no han
        sido tanto una manifestación del espíritu de secta de la nueva poesía como un recurso para vender más caros,
        en razón del poco número de ejemplares, libros que de todos modos el gran público no ha de comprar. El
        Manifiesto comunista afirma que «la burguesía ha convertido al médico, al abogado, al sacerdote, al poeta y
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        al hombre de ciencia en servidores pagados» . Esto es verdad, con una excepción: la burguesía cerró sus
        cajas de caudales a los poetas. Ni criados, ni bufones: parias, fantasmas, vagos. Esta descripción sería
        incompleta si se omitiese que la oposición entre el espíritu moderno y la poesía se inicia como un acuerdo.
        Con la misma decisión del pensamiento filosófico, la poesía intenta fundar la palabra poética en el hombre
        mismo. El poeta no ve en sus imágenes la revelación de un poder extraño. A diferencia de las sagradas
        escrituras, la escritura poética es la revelación de sí mismo que el hombre se hace a sí mismo. De esta
        circunstancia procede que la poesía moderna sea también teoría de la poesía. Movido por la necesidad de
        fundar su actividad en principios que la filosofía le rehúsa y la teología sólo le concede en parte, el poeta se
        desdobla en crítico. Coleridge es uno de los primeros en inclinarse sobre la creación poética, para preguntarle
        qué significa o dice realmente el poema. Para el poeta inglés la imaginación es el don más alto del hombre y
        en su forma primordial «la facultad original de toda percepción humana». Esta concepción se inspira en la de
        Kant. Según la interpretación que ha hecho Heidegger de la Crítica de la razón pura: la «imaginación
        trascendental» es la raíz de la sensibilidad y del entendimiento y la que hace posible el juicio... La
        imaginación despliega o proyecta los objetos y sin ella no habría ni percepción ni juicio; o mejor: como
        manifestación de la temporalidad que es, se despliega y presenta los objetos a la sensibilidad y al
        entendimiento. Sin esta operación —en la que consiste propiamente lo que llamamos «imaginar»— sería



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                Sobre Quevedo, político realista, véase el ensayo de Raimundo Lkla, «Cartas de Quevedo», publicado en el
        número 1 de Cuadernos Americanos^ México, 1953.
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