Page 84 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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represión se hace en nombre de la libertad de examen. En las sociedades antiguas el ejercicio del poder no
entrañaba hipocresía alguna, pues sus fundamentos nunca estuvieron a discusión; en cambio, el fundamento
del poder moderno es precisamente la posibilidad de discutirlo. Tal es el origen de la doblez y del
sentimiento de ilegitimidad que tiñe la conciencia burguesa. Los títulos del burgués para dirigir a la sociedad
no son claros; son el fruto de una prestidigitación, de un rápido cambio de manos. La crítica que le sirvió para
destronar a la monarquía y a la nobleza le sirve ahora para ocupar su sitio. Es un usurpador. Como una llaga
secreta que nada cicatriza, la sociedad moderna porta en sí un principio que la niega y del que no puede
renegar sin renegar de sí misma y destruirse. La crítica es su alimento y su veneno.
Al iniciar esta tercera parte de nuestro estudio se apuntó que la función más inmediata de la poesía, lo que
podría llamarse su función histórica, consiste en la consagración o transmutación de un instante, personal o
colectivo, en arquetipo. En este sentido, la palabra poética funda los pueblos. Sin épica no hay sociedad
posible, porque no existe sociedad sin héroes en que reconocerse. Jacob Burckhardt fue uno de los primeros
en advertir que la épica de la sociedad moderna es la novela. Pero se detuvo en esta afirmación y no penetró
en la contradicción que encierra llamar épica a un género ambiguo, en el que caben desde la confesión y la
autobiografía hasta el ensayo filosófico.
El carácter singular de la novela proviene, en primer término, de su lenguaje. ¿Es prosa? Si se piensa en las
epopeyas, evidentemente sí lo es.
Apenas se la compara con los géneros clásicos de la prosa —el ensayo, el discurso, el tratado, la epístola o la
historia— se percibe que no obedece a las mismas leyes. En el capítulo consagrado al verso y la prosa se
observó que el prosista lucha contra la seducción del ritmo. Su obra es una batalla consume contra el carácter
rítmico del lenguaje El filósofo ordena las ideas conforme a un orden racional; el historiador narra los hechos
con el mismo rigor lineal. El novelista no demuestra ni cuenta: recrea un mundo. Aunque su oficio es relatar
un suceso —y en este sentido se parece al historiador— no le interesa contar lo que pasó, sino revivir un
instante o una serie de instantes, recrear un mundo. Por eso acude a los poderes rítmicos del lenguaje y a las
virtudes trasmutadotas de la imagen. Su obra entera es una imagen. Así, por una parte, imagina, poetiza; por
la otra, describe lugares, hechos y almas. Colinda con la poesía y con la historia, con la imagen y la
geografía, el mito y la psicología. Ritmo y examen de conciencia, crítica e imagen, la novela es ambigua. Su
esencial impureza brota de su constante oscilación entre la prosa y la poesía, el concepto y el mito.
Ambigüedad e impureza le vienen de ser el género épico de una sociedad fundada en el análisis y la razón,
esto es, en la prosa.
El héroe épico es un arquetipo, un modelo. Como arquetipos, Aquiles o Sigfrido son invulnerables; como
hombres, están sujetos a la suerte de todo mortal; hay siempre una hendidura secreta en el cuerpo o en el
alma del héroe por la que penetran la muerte o la derrota. El talón de Aquiles es el sello de su mortalidad, la
marca de su naturaleza humana. Y cuando cae, herido por la fatalidad, recobra su naturaleza divina: la acción
heroica es la reconquista de la divinidad. En el héroe pelean dos mundos, el sobrenatural y el humano, pero
esa lucha no implica ambigüedad alguna. Se trata de dos principios que se disputan un alma y uno de ellos
acabará por vencer al otro. En la novela no hay nada parecido. Razón y locura en don Quijote, vanidad y
amor en Rastignac, avaricia y generosidad en Benigna forman una sola tela. No se sabe nunca dónde
terminan los celos y empieza el amor para Swan. Por eso ninguno de estos personajes puede ser realmente un
arquetipo, en el sentido en que lo son Aquiles, el Cid o Rolando. Épica de héroes que razonan y dudan, épica
de héroes dudosos, de los que ignoramos si son locos o cuerdos, santos o demonios. Muchos son escépticos,
otros francamente rebeldes y antisociales y todos en abierta o secreta lucha con su mundo. Épica de una
sociedad en lucha consigo misma.
Ni Aquiles ni el Cid dudan de las ideas, creencias e instituciones de su mundo. Los héroes de la epopeya
están bien plantados en su universo y por eso sus relaciones con su sociedad son las naturales de la planta con
la tierra que le es propia. Arjuna no pone en tela de juicio el orden cósmico ni las jerarquías sociales, Rolando
es todo fidelidad a su señor. El héroe épico nunca es rebelde y el acto heroico generalmente tiende a
restablecer el orden ancestral, violado por una falta mítica. Tal es el sentido del regreso de Odiseo o, en la
tragedia, el de la venganza de Orestes. La justicia es sinónimo del orden natural. En cambio, la duda del
héroe novelesco sobre sí mismo también se proyecta sobre la realidad que lo sustenta. ¿Son molinos o son
gigantes lo que ven don Quijote y Sancho? Ninguna de las dos posibilidades es la verdadera, parece decirnos
Cervantes: son gigantes y son molinos. El realismo de la novela es una crítica de la realidad y hasta una
sospecha de que sea tan irreal como los sueños y las fantasías de don Quijote. ¿Odette era lesbiana, Gilberta
decía la verdad, Matilde amaba a Julián Sorel, Smerdiakov mató al viejo Karamazov? ¿En dónde está la
realidad y qué clase de extraño realismo es el de todos estos novelistas? El mundo que rodea a estos héroes es
tan ambiguo como ellos mismos.

