Page 83 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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hombre está en relación viviente con ese todo. Todo cambia porque todo se comunica. La metamorfosis es la
expresión de esta vasta comunidad vital de la que el hombre es uno de los términos. Podemos cambiar, ser
piedras o astros, si conocemos la palabra justa que abre las puertas de la analogía. El hombre mágico está en
comunicación constante con el universo, forma parte de una totalidad en la que se reconoce y sobre la que
puede obrar. El hombre moderno se sirve de la técnica como su antepasado de las fórmulas mágicas, sin que
ésta, por lo demás, le abra puerta alguna. Al contrario, le cierra toda posibilidad de contacto con la naturaleza
y con sus semejantes: la naturaleza se ha convertido en un complejo sistema de relaciones causales en el que
las cualidades desaparecen y se transforman en puras cantidades; y sus semejantes han dejado de ser personas
y son utensilios, instrumentos. La relación del hombre con la naturaleza y con su prójimo no es
esencialmente distinta de la que mantiene con su automóvil, su teléfono o su máquina de escribir. En fin, la
credulidad más grosera —según se ve en los mitos políticos— es la otra cara del espíritu positivo. Nadie
tiene fe, pero todos se hacen ilusiones. Sólo que las ilusiones se evaporan y no queda entonces sino el vacío:
nihilismo y chabacanería. La historia del espíritu laico o burgués podría intitularse, como la serie de Balzac:
Las ilusiones perdidas.
La revolución burguesa proclamó los derechos del hombre, pero al mismo tiempo los pisoteó en nombre de la
propiedad privada y del libre comercio; declaró sacrosanta la libertad, mas la sometió a las combinaciones
del dinero; y afirmó la soberanía de los pueblos y la igualdad de los hombres, mientras conquistaba el
planeta, reducía a la esclavitud viejos imperios y establecía en Asia, África y América los horrores del
régimen colonial. La suerte final de los ideales burgueses no es excepcional. Imperios e Iglesias reclutan sus
funcionarios y oficiales entre los viejos revolucionarios y sus hijos. Así, el verdadero problema no reside en
la fatal degradación de los principios, ni en su confiscación, para uso propio, por una clase o un grupo, sino
en la naturaleza misma de esos principios. ¿Cómo puede ser el hombre el fundamento del mundo si el ser
que es, por esencia, cambio, perpetuo llegar a ser que jamás se alcanza a sí mismo y que cesa de
transformarse sólo para morir? ¿Cómo escapar o trascender la contradicción que lleva en su seno el espíritu
crítico y, por tanto, todos los movimientos revolucionarios modernos? Sólo, acaso, una revolución que se
fundase en el principio original de toda revolución: el cambio. Sólo un movimiento que se volviese sobre sí
mismo, para hacer la «revolución de la revolución», podría impedir la fatal caída en el terror cesáreo o en la
mistificación burguesa. Una revolución así haría imposible la transformación del espíritu crítico en ortodoxia
eclesiástica, del instante revolucionario en fecha santa, del dirigente en César y del héroe muerto en momia
divinizada. Pero esa revolución se destruiría sin cesar a sí misma y, llevada a su extremo, sería la negación
del principio mismo que la mueve. El nihilismo sería su resultado final. Así, lo que distingue la revolución de
la edad moderna de las antiguas no es tanto ni exclusivamente la corrupción de los primitivos ideales, ni la
degradación de sus principios liberadores en nuevos instrumentos de opresión, cuanto la imposibilidad de
consagrar al hombre como fundamento de la sociedad. Y esta imposibilidad de consagración se debe a la
índole misma del instrumento empleado para derribar a los antiguos poderes: el espíritu crítico, la duda
racional.
La crítica racional ha sido siempre un instrumento de liberación, personal o social. Buda se presenta como un
crítico de la tradición y pide a sus oyentes que no acepten sus palabras sin antes haberlas examinado. Sólo
que el budismo —al menos en su forma primitiva— no pretende explicar los fundamentos del mundo, sino
ofrecernos una vía de escape. De ahí la reticencia de Gautama ante ciertas preguntas: «La vida religiosa no
depende del dogma de la eternidad del cosmos o de su carácter perecedero... Cualquiera que sea nuestra
opinión sobre estos asuntos, h verdad es que nacemos, morimos, envejecemos y sufrimos miseria, pena y
desesperación». La doctrina tiende a la extinción del dolor y el mal. Su crítica posee una función precisa:
iluminar al hombre, limpiarlo de la ilusión del yo y del deseo. El pensamiento moderno, por el contrario, ve
en la razón crítica su fundamento. A las creaciones de la religión opone las construcciones de la razón; sus
paraísos no están fuera del tiempo, en la otra vida o en ese instante de iluminación que niega a la corriente
temporal, sino en el tiempo mismo, en el suceder histórico: son utopías sociales. En tanto que el mito se sitúa
fuera de la historia, la utopía es una promesa que tiende a realizarse aquí, entre nosotros, y en un tiempo
determinado: el futuro. Pero las utopías, como hijas del espíritu racional, están sujetas a la crítica racional.
Una sociedad que se define a sí misma como racional —o que tiende a serlo— tiene que ser crítica e
inestable, pues la razón es ante todo crítica y examen. De ahí que la distancia entre los principios y la realidad
—presente en toda sociedad— se convierta en nosotros en una verdadera e insuperable contradicción. El
Estado liberal se funda en la libertad de examen y en el ejercicio de espíritu crítico; negar esos principios
sería negar su legitimidad histórica y su existencia misma. Nada lo justifica sino ellos. Al mismo tiempo, la
realidad es que el Estado y la clase dirigente no vacilan en acudir a la fuerza cada vez que ese espíritu de
examen hace vacilar el orden social. De ahí que las palabras cambien de sentido y se vuelvan ambiguas: la

