Page 86 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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ininterrumpida de grandes novelistas, de Lacios a Proust. La sociedad francesa se ve en esas creaciones y,
alternativamente, se diviniza y se examina. Se canta> pero también se juzga y se condena.
La crisis de la sociedad moderna —que es crisis de los principios de nuestro mundo— se ha manifestado en
la novela como un regreso al poema. El movimiento iniciado por Cervantes se repite ahora, aunque en
sentido inverso, en Joyce, Proust y Kafka. Cervantes desprende la novela del poema épico burlesco; su
mundo es indeciso, como el del alba y de ahí el carácter alucinante de la realidad que nos ofrece. Su prosa
colinda a veces con el verso, no sólo porque con cierta frecuencia incurre en endecasílabos y octosílabos,
sino por el empleo deliberado de un lenguaje poético. Su obsesión por la poesía se revela sobre todo en la
limpidez del lenguaje de Los trabajos de Persiles y Schismunda que él consideraba como la más perfecta de
sus obras y en la que abundan trozos que son verdaderos poemas. A medida que son mayores las conquistas
del espíritu de análisis, la novela abandona el lenguaje de la poesía y se acerca al de la prosa. Pero la crítica
está destinada a refutarse a sí misma. La prosa se niega como prosa. El autor de Madame Bovary es también
el de Salambó y de la Leyenda de San Julián el Hospitalario. Los triunfos de la razón son también sus
derrotas, según se ve en Tolstói, Dostoyevski, Swift o Henry James. Desde principios de siglo la novela
tiende a ser poema de nuevo. No es necesario subrayar el carácter poemático de la obra ríe Proust, con su
ritmo lento y sus imágenes provocadas por una memoria cuyo funcionamiento no deja de tener analogías con
la inspiración poética. Tampoco es menester detenerse en la experiencia de Joyce, que hace recobrar a la
palabra su autonomía para que rompa el hilo del pensamiento discursivo. El mundo de Kafka es una Comedia
infernal, donde la Predestinación desempeña el mismo papel que la Gracia en el teatro de Calderón. No sé si
D. H. Lawrence y Faulkner son grandes novelistas, pero estoy seguro de que pertenecen a la raza de los
poetas. Este regreso al poema es más visible aún en escritores germanos, como Ernst Jünger. En otras obras
no es tanto la invasión de la marea rítmica lo decisivo sino la reconquista de la temperatura heroica. Los
héroes de Malraux dudan en plena acción —pero no quisieran dudar. Hay una frase de La condición humana
que escandalizaba a Trotski: «el marxismo no es una filosofía sino un destino». En ella veo el germen de un
teatro futuro pues condensa las contradicciones del espíritu moderno y de la historia que vivimos.
Las mismas tendencias pueden observarse en el teatro contemporáneo. Desde el ocaso del romanticismo, el
teatro había caído en la órbita de gravitación de la prosa e Ibsen representa el apogeo de esta dirección. Pero
con Strindberg la poesía regresa —y de una manera terrible y fulminante. El último gran dramaturgo de la
estirpe crítica fue Shaw y no deja de ser significativo que sus sucesores se llamen Synge, Yeats y Eliot. En
ellos, como en García Lorca, el ritmo poético vence a la prosa y el teatro vuelve a ser poesía. En fin, los dos
dramaturgos centrales de este período, Paul Claudel y Bertolt Brecht, son ante todo y sobre todo poetas. No
deja de ser aleccionador que estos dos nombres aparezcan juntos, de una manera casi involuntaria, cuando se
piensa en el teatro moderno. Vivos, todo los oponía: estética, filosofía, creencias y destino personal. Y sin
embargo, cada uno a su manera niega el mundo moderno; los dos buscan y encuentran en la tradición del
Extremo Oriente un sistema de signos que les servirá para transformar el neutro escenario de nuestro teatro
en un espacio significativo; ambos, en fin, en sus obras mejores, han logrado esa fusión entre la idea y el
acto, la persona y la palabra, en que consiste el carácter ejemplar del gran teatro. Pues el teatro es la prueba
del acto por la palabra y de ésta por aquél; quiero decir: es la objetivación del lenguaje en acciones y,
asimismo, lo contrario: la palabra ilumina el acto, lo vuelve lúcido, hace reflexionar a la historia. En suma, la
lucha entre prosa y poesía, consagración y análisis, canto y crítica, latente desde el nacimiento de la sociedad
moderna, se resuelve por el triunfo de la poesía. Y esto es verdad aun en Brecht: el famoso «distanciamiento»
no tiende a disolver nuestro juicio sobre la realidad de lo que ocurre en el escenario sino que nos invita a
unirnos u oponernos a la acción. Pero la victoria de la poesía es la señal de la extinción de la edad moderna.
El teatro y la novela contemporánea no cantan un nacimiento sino unos funerales: el de su mundo y el de las
formas que engendró.
La poesía es revelación de la condición humana y consagración de una experiencia histórica concreta. La
novela y el teatro modernos se apoyan en su época, incluso cuando la niegan. Al negarla, la consagran. El
destino de la lírica ha sido distinto. Muertas las antiguas deidades y la misma realidad objetiva negada por la
conciencia, el poema no tiene nada que cantar, excepto su propio ser. El poeta canta al canto. Mas el canto es
comunicación. Al monólogo no puede suceder sino el silencio, o una aventura entre todas desesperada y
extrema: la poesía no encarnará ya en la palabra sino en la vida. La palabra poética no consagrará a la
historia, sino que será historia, vida.

