Page 85 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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El tránsito del ideal épico al novelístico puede observarse muy bien en Ariosto y Cervantes. Orlando no es
        sólo una extemporánea tentativa de poema épico: asimismo es una burla del ideal caballeresco. La perfección
        de las estrofas, el brillo de las imágenes y lo descomunal de la invención contribuyen a subrayar el tono
        grotesco. El idealismo de Ariosto es un irrealismo. La verdadera épica es realista: aunque Aquiles hable con
        dioses y Odiseo baje al infierno, nadie duda de su realidad. Esa realidad está hecha de la mezcla de lo mítico
        y lo humano, de modo que el tránsito de lo cotidiano a lo maravilloso es insensible: nada más natural que
        Diomedes hiera a Afrodita en la batalla. En Ariosto todo es irreal. Y como se trata de sentimientos y hechos
        sublimes, su irrealidad misma los vuelve grotescos. Lo sublime grotesco está cerca del humor, pero no es aún
        el humor. Ni Hornero ni Virgilio lo conocieron; Ariosto parece presentirlo, pero sólo nace con Cervantes. Por
        obra del humor, Cervantes es el Hornero de la sociedad moderna. Para Hegel la ironía consiste en insertar la
        subjetividad en el orden de la objetividad; se puede añadir que se trata de una subjetividad crítica. Así, los
        más desaforados personajes de Cervantes poseen una cierta dosis de conciencia de su situación; y esa
        conciencia es crítica. Ante ella, la realidad vacila, aunque sin ceder del todo: los molinos son gigantes un
        instante, para luego ser molinos con mayor fuerza y aplomo. El humor vuelve ambiguo lo que toca: es un
        implícito juicio sobre la realidad y sus valores, una suerte de suspensión provisional, que los hace oscilar
        entre el ser y el no ser. El mundo de Ariosto es descaradamente irreal y lo mismo ocurre con sus personajes.
        En la obra de Cervantes hay una continua comunicación entre realidad y fantasía, locura y sentido común. La
        realidad castellana, con su sola presencia, hace de don Quijote un esperpento, un personaje irreal; pero de
        pronto Sancho duda y no sabe ya si Aldonza es Dulcinea o la labradora que él conoce, si Clavileño es un
        corcel o un pedazo de madera. La realidad castellana es la que ahora vacila y parece inexistente. La
        desarmonía entre don Quijote y su mundo no se resuelve, como en la épica tradicional, por el triunfo de uno
        de los principios sino por su fusión. Esa fusión es el humor, la ironía. La ironía y el humor son la gran
        invención del espíritu moderno. Son el equivalente del conflicto trágico y por eso nuestras grandes novelas
        resisten la cercanía del teatro griego. La fusión de la ironía es una síntesis provisional, que impide todo
        desenlace efectivo. El conflicto novelístico no puede dar nacimiento a un arte trágico.
        Épica de una sociedad que se funda en la crítica, la novela es un juicio implícito sobre esa misma sociedad.
        En primer lugar, según se ha visto, es una pregunta acerca de la realidad de la realidad. Esta pregunta —que
        no tiene respuesta posible, porque su mismo planteamiento excluye toda contestación— es un ácido que
        corroe todo el orden social. Aunque el mundo feudal no sale bien parado en la novela de Cervantes, tampoco
        su época merece la absolución. En Rojo y negro, hay una evidente nostalgia por el mundo heroico y en
        nombre de esa nostalgia Julián Sorel condena la realidad que lo rodea; mas la figura de Matilde ¿no es
        también una condenación del pasado? La oposición entre el mundo novelístico y el de la poesía antigua se
        precisa con mayor claridad en Balzac. Su obra es una réplica a la Divina Comedia. Como ésta, la Comedia
        humana posee su infierno, su paraíso, su purgatorio y hasta su limbo, Pero el poema de Dante es un canto y
        así termina: como una alabanza a la creación. Difícilmente puede decirse algo semejante de la obra de
        Balzac. Descripción, análisis, historia de una clase que asciende, relato de sus crímenes, de sus pasiones y de
        sus secretas renunciaciones, la Comedia humana participa de la enciclopedia y de la epopeya, de la creación
        mítica y de la patología, de la crónica y del ensayo histórico, injerto de inspiración e investigación científica,
        de utopía y crítica. Es una historia mítica, un mito que ha escogido las formas de la historia para encarnar y
        que termina en un juicio. Un Juicio Final, en el que la sociedad se condena a sí misma y a sus principios. Un
        siglo más tarde, en las últimas páginas de otra novela, cuando el narrador asiste a una reunión en casa del
        Príncipe de Guermantes, Proust repite el gesto y vuelve a condenar a la sociedad que había pretendido revivir
        y contar. La novela es una épica que se vuelve contra sí misma y que se niega de una manera triple: como
        lenguaje poético, mordido por la prosa; como creación de héroes y mundos, a los que el humor y el análisis
        vuelven ambiguos; y como canto, pues aquello que su palabra tiende a consagrar y exaltar se convierte en
        objeto de análisis y a fin de cuentas en condena sin apelación.
        Nada más natural que haya sido Francia el lugar de elección de la novela. El francés es el más analítico de los
        idiomas actuales y en ese país el espíritu moderno encarna con mayor precisión y claridad que en otros. En el
        resto de Europa parece que la historia ha procedido a saltos, rupturas e interrupciones; en Francia, al menos
        desde el siglo XVII hasta el primer cuarto del XX, todo parece que fue hecho a su hora: la Academia prepara
        la Enciclopedia, ésta la Revolución, la Revolución el Imperio, y así sucesivamente. España, Italia, Alemania
        y la misma Inglaterra no poseen una historia tan fluida y coherente. Esta impresión, por lo demás, sin duda es
        ilusoria y depende de la peculiar perspectiva histórica de nuestra época. Pero si es ilusorio ver en la historia
        de Francia el modelo de la evolución de la moderna sociedad occidental, no lo es considerar la novelística
        francesa como un verdadero arquetipo. Cierto, ¿cómo olvidar a Cervantes y a Pérez Galdós, a Dickens y a
        Melville, a Tolstói y a Dostoyevski? Mas ningún país ni lengua alguna cuentan con tal sucesión
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