Page 116 - La Cabeza de la Hidra
P. 116

volví a esconder el rostro detrás de las manos unidas.
                  —Ves, yo también trabajé un poquito, Félix. Cada quien puso a jugar sus influencias y
                  como en este país no hay más ley que esa, me permitieron exhumar el cadáver enterrado
                  con tu nombre.
                  Félix se inclinó ante mí y me tomó de los hombros.
                  —¿Quién es?
                  Aparté mis manos y lo miré fijamente.
                  —Un muchacho palestino. Era maestro de escuela en los territorios ocupados. Se
                  enamoró de Sara Klein. Fue torturado. Los agentes del Director General lo ubicaron y le
                  dijeron que Sara estaba en México, acompañando a Bemstein, el responsable de las
                  torturas que sufrieron ese muchacho y su madre. Le dijeron que Sara era amante de
                  Bemstein. El muchacho se enloqueció. Un palestino apasionado es la pasión misma,
                  Félix. El Director General le procuró documentos, lo hizo pasar a Jordania en secreto y
                  de allí el chico voló a México. Quizás quería matar a Sara o a Bemstein o a los dos, no
                  lo sé. No tuvo tiempo. Antes lo mataron a él, lo metieron en una celda del campo militar
                  diciendo que eras tú desmayado y el resto de la historia la sabes.
                  Félix soltó mis hombros.
                  —Jamil.
                  —Así lo llamó Sara en el disco. En realidad su nombre era Isam Al-Dibi. Se parecía
                  bastante a ti. Hubiera sido el asesino ideal de Sara Klein. Pero el Director General no
                  pudo prever ese acontecimiento. No se puede tener todo en la vida. Bastante trabajo le
                  dio seguirte para obtener el anillo. No lo obtuvo. Eso es lo importante.
                  —Pero sí averiguó quién eres tú, la existencia de la organización, todo lo que...
                  —Porque yo quería que lo averiguara. Y lo quería porque es importante que las dos
                  partes sepan de nuestra existencia. La regla del discurso político es la duplicidad. La del
                  discurso diplomático, la multiplicidad. El espionaje es una contracción de ambos: doble
                  y múltiple a la vez.
                  Félix se dejó caer en el sillón junto al mío, como si desease interrumpir una
                  conversación que le fatigaba más, al escucharlos narrados, que los hechos mismos que
                  vivió. Paseó la mirada extraviada por el decorado, los espejos patinados, los cofres con
                  cuarterones y bocallaves de hierro, las taraceas opulentas, las molduras, los peinazos y
                  entrepaños, la labor de torno de las mesas y las sillas de esta mansión que compré, un
                  día, a los herederos de un viejo millonario llamado Artemio Cruz.
                  Al cabo dijo con una voz tan hueca como  la del hombre al que inconscientemente
                  mimaba:
                  —Entonces el Director General asesinó a Jamil.
                  —A Isam Al-Dibi, sí.
                  —Pero era un palestino, un hombre que sufrió...
                  —Te dije que nadie tiene el monopolio de la violencia. Tampoco el de la injusticia.
                  Mucho menos el de la moral.
                  Me miró con la mirada perdida:
                  —¿Cómo te enteraste de todo esto, los planes del Director General, la muerte de
                  Jamil...?
                  Esperé antes de contestarle. Temía mi propia respuesta. Pero todas las razones del
                  mundo, las más subjetivas, también las más objetivas, me comprometían a decirle la
                  verdad a Félix Maldonado.
                  —Angélica me lo contó. Tú la conociste. Era muy nerviosa. No soportaba sentirse
                  culpable. Menos aún, sentir que había fracasado. Me lo contó por un solo motivo: su
                  desprecio hacia Rossetti. Era muy locuaz. Tú la conociste.
                  —¿Por qué querías que las dos partes supieran de tu existencia? No creo que se asusten
   111   112   113   114   115   116   117   118   119   120   121