Page 111 - La Cabeza de la Hidra
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—Estamos al filo de la navaja —le dije a Félix—. Podemos amanecer un buen día con
                  todas las instalaciones petroleras ocupadas por las fuerzas militares de los Estados
                  Unidos.
                  —Tendrían que ocupar el país entero, no sólo los pozos y las refinerías —contestó
                  Félix, ensimismado, como si acabase de escuchar un diálogo espectral entre su padre y
                  el gerente inglés de Poza Rica.
                  —Así es.
                  —Entiendo que acudas a mí, conoces mi debilidad sentimental, la historia de mi padre
                  —dijo sin asomo de cinismo—. Pero tú, ¿por qué haces todo esto? Tú debías ser
                  conservador.
                  —Lo soy, Félix. Llámame un conservador  nacionalista, si quieres. Me gustaría
                  conservar eso, un proyecto nuestro y evitar que jueguen con nosotros los bandos
                  extranjeros.
                  —¿Debo estar en contacto con alguien más que contigo?
                  —No. Sólo conmigo. Te mandaré ayuda cuando sea necesario. Dinero. Amigos.
                  —¿Hay alguien más?
                  —Los verdaderamente necesarios. Piensan como tú y yo. Somos pocos, pero no
                  estamos solos.
                  —¿Cómo te debo llamar?
                  —Timón. Timón de Atenas.
                  —Cómo no. La vimos en un teatro al aire  libre en Conrtecticut. Es un hombre de
                  enorme fortuna que adquiere, también, los corazones. Algo así dice Shakespeare,
                  ¿verdad?
                  —Vas a tener que releerte las obras completas para que nos entendamos.
                  —¿Sabes una cosa? No te hubiera reconocido en la calle.
                  —Cómo no, Félix. Pero no olvides mi voz. Todas nuestras comunicaciones serán por
                  teléfono. No nos volveremos a ver hasta el final. No confíes en nadie.
                  —Tengo prejuicios. Bernstein fue mi maestro.
                  —¿Sabes lo que era el Irgún Tsvai Leumi?
                  —No.
                  —Una organización de terroristas judíos tan terroristas como cualquier grupo de la
                  O.L.P.
                  —¿Quieres decir que luchaban por una patria contra los ocupantes ingleses? Oye, yo vi
                  cómo se las gastaban los ingleses en Poza Rica.
                  —No es cierto. No habías nacido.
                  —Lo vio mi padre. Es lo mismo.
                  —Los palestinos también luchan por una patria. El Irgún no se limitó a actos de
                  terrorismo contra los ingleses; al mismo tiempo, exterminó a cuanto árabe encontró en
                  su camino.
                  —Me resulta muy abstracto todo esto.
                  —Te daré un ejemplo concreto. El 9 de  abril de 1948, nuestro profesor Bernstein
                  participa en la matanza de todos los habitantes de la aldea palestina de Deir Yassim.
                  Doscientos muertos, en su mayoría niños, mujeres y ancianos. Esto sucedió tres años
                  después de la muerte de Hitler.
                  La información no conmovió a Félix. Hacía falta el elemento personal, enterarse de que
                  Bernstein había logrado lo que Félix nunca quiso ni pudo lograr, acostarse con Sara; ha-
                  cían falta la muerte de Sara, el relato de la tortura del llamado Jamil, el asesinato de
                  Harding para que Félix entendiera mis palabras de despedida, cuando nos pusimos de
                  acuerdo en las grandes líneas de la «Operación Guadalupe» y él fue por primera vez al
                  cuarto del Hilton:
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