Page 112 - La Cabeza de la Hidra
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—Verás que nadie tiene el monopolio de la violencia en este asunto.
                  Hacía falta el exterminio de la familia de Simón Ayub por los palestinos en el Líbano;
                  hacía falta la muerte de mi hermana Angélica a manos de Trevor-Mann y su aliada
                  Dolly.

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                  Félix me contó lo que aquí he escrito. Ahora me correspondía a mí darle mi versión de
                  los hechos, la versión global de lo que Félix sólo había vivido y comprendido
                  parcialmente. Mi tarea se dificultaba porque Félix, sin decírmelo, creía saber más como
                  actor que yo, pues suponía que yo no me había movido de mi biblioteca durante los
                  pasados diez días. Una vez más, él aparecía como el hombre al que le tocaba vivir la
                  parte difícil de la vida; yo, como el comodín al cual todo se le facilitaba.
                  En más de una ocasión, durante esa semana en mi casa, temí que Félix sintiera rabia y
                  compasión de sí mismo al mirarse al espejo y desconocer su cara humillada. Cuchillos y
                  puños ajenos jugaron con lo más distintivo que tiene un hombre como si fuera plastilina.
                  Y temí también que al hacerlo, reconociese en esa manipulación física algo más
                  intolerable, una manipulación moral. Emiliano y su novia ya me habían hablado del
                  irritado orgullo de Félix cuando supo que no era el único depositario de mi confianza.
                  Temí, en fin, que apareciese brutalmente un rencor hasta entonces latente o que, su-
                  mergido por el cariño muy real que nos unía, Félix convirtiese el rencor, pura y
                  simplemente, en dolor.
                  El dolor de Félix Maldonado, lo sabía desde que murió su madre, tendía a encontrar
                  cauces desorbitados. Esa noche desvirgo a Mary en nuestra cama. Otra, cuando se
                  enteró de que Sara era la amante de Bernstein, agredió físicamente al profesor en casa
                  de Angélica y Mauricio. El dolor y en seguida la fatiga del dolor, alejaban a Félix de su
                  deber, lo conducían a poseer el cuerpo de Mary o a visitar el cadáver de Sara.
                  Pensé todo esto cuando Félix regresó a mi casa y estábamos tranquilamente, una noche,
                  en mi biblioteca bebiendo una copa y oyendo a Rubinstein, Szeryng y Fournier
                  interpretar el maravilloso Trío número 2 de Schubert. Sólo entonces intenté derivar una
                  conclusión de nuestra experiencia. Nuestra: para Félix era sólo suya. Dije:
                  —No tiene que ver con la música, pero al escucharla se me ocurrió que lo que me has
                  contado tiene un aspecto falsamente melodramático, ¿sabes? Y sin embargo, mi
                  impresión es que hay algo más, posiblemente algo trágico, en todo esto, porque la razón
                  no está de un solo lado, sino que las dos partes tienen razón y no la tienen, ¿me explico?
                  Félix me miró varios minutos, sin hablar, con el vaso de coñac entre las manos. Luego,
                  como para desmentirme, arrojó la copa contra el cuadro del martirio de San Sebastián
                  empotrado encima de la chimenea. Primero se hizo añicos y en seguida el líquido goteó
                  hacia el fuego y lo avivó.
                  —Carajo, llevo siete días aquí contigo —me dijo—, te lo he contado todo y tú sigues
                  allí con tu maldita placidez de siempre, oyendo Schubert, citando a Shakespeare y con
                  una copa de coñac que se te evapora igual que tus palabras.
                  Se pegó repetidas veces con el pulgar sobre el pecho.
                  —Yo corrí los riesgos y expuse el pellejo; tengo derecho a saber.
                  —¿Por dónde quieres que empiece? —le contesté tranquilamente.
                  Félix sonrió y se levantó a recoger los pedazos de vidrio roto frente a la chimenea.
                  —Perdón.
                  Me encogí de hombros.
                  —Por Dios, Félix, entre tú y yo...
                  —Está bien. Empieza por lo que te gusta, esas grandes generalizaciones, sácate eso del
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