Page 117 - La Cabeza de la Hidra
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mucho. Lo que saben es que somos muy pocos, unos pigmeos al lado de ellos.
                  —Precisamente. Creerán que somos más insignificantes de lo que realmente somos o
                  vamos a ser. Continuarán subestimándonos.
                  —¿A pesar de que les ganaste la partida del famoso anillo?
                  —Sí. Están convencidos de que nos será  inútil. Primero, porque ya sabemos lo que
                  contiene. Segundo, porque no nos creen capaces de descifrar su contenido. Por ello
                  repetirán la misma treta y volveremos a ganarles.
                  Félix me observó sin demasiada convicción.
                  —Es lo mismo que dijo Trevor en Houston. Me imagino lo que había en el anillo.
                  ¿Cómo descifraste su información, si es que  la descifraste? Me has dejado fuera de
                  tantas cosas...
                  Reí.
                  —A ti hay que explicártelo todo, Félix. No deduces nada por ti mismo porque estás
                  demasiado preocupado por ti mismo. Cuando  no lo estés, serás de verdad un buen
                  agente.
                  —¿Quién te ha dicho que quiero serlo? —me devolvió la risa.
                  Pasé por alto la impertinencia. Félix  merecía un sentimiento de triunfo que me
                  permitiera pasar, sin brusquedad, a un tema neutro. No soltaba la pistola, pero la
                  mantenía como un juguete en la mano.
                  —Es una técnica diabólicamente ingeniosa  —le expliqué y le invité a que pasara
                  conmigo a la capilla.

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                  Caminé hasta un estante de libros y apreté el lomo quebradizo de mi edición in folio de
                  Timón of Athens; el estante giró sobre sus goznes, abriéndonos el paso hacia la antigua
                  capilla de la casona colonial. Félix me siguió sin soltar la pistola; cerré la falsa puerta
                  detrás de mí y encendí las luces del pequeño oratorio, totalmente enjalbegado y desnudo
                  de muebles, con la excepción de un atril de fierro.
                  El piso de tezontle se detenía al pie de un altar de madera blanca con filetes dorados.
                  Allí había un cofre de hostias y un sagrado; encima de ellos, un cuadro de la Virgen de
                  Guadalupe.
                  Abrí el cofre y saqué la piedra blanca del anillo de Bernstein. Se la mostré, sostenida
                  entre el pulgar y el índice, a Félix.
                  —Dentro de esta piedra hay doscientas imágenes reducidas a la dimensión de otras
                  tantas puntas de alfiler. Cada una está impresa sobre una película finísima de alto
                  contraste y alta resolución fotosensitiva. Pero no se trata de fotografías que sólo
                  imprimen las diferentes intensidades de luz del objeto, sino de holografías que también
                  retienen la información de todas las fases de las ondas de luz que emanan del objeto. Al
                  contrario de la película normal, el holograma retiene, si se quiebra o se corta, la
                  totalidad de la imagen en cada una de sus porciones. La razón es muy simple: la luz del
                  objeto no está ubicada en un solo punto de la película, sino que está diseminada a través
                  del espacio entre el objeto y el holograma.
                  Coloqué el anillo de Bernstein en la cabeza giratoria del atril y apagué las luces.
                  Regresé al altar y le pedí a Félix que se colocara junto a mí. Extraje del sagrado un
                  estuche electronico pulsátil, sensible al apoyo de mis dedos y le pedí a Félix que no
                  mirara la luz que se proyectaría desde atrás de nosotros para chocar contra los puntos
                  precisos del anillo en rotación determinada por mis impulsos.
                  —La maravilla de este objeto es que, impreso por rayos láser, sólo funciona si su fuente
                  de luz, al proyectarse, es otro laser. Verás.
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