Page 123 - La Cabeza de la Hidra
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Me justifiqué de las crueles decepciones de esta noche, en las que al engañar a Félix fui
descubierto por Félix, diciéndome que mi empresa fracasaría sí, a cambio de la pobreza
de mis recursos humanos, no era capaz de hacer lo que hice: sentar un principio de
autoridad jerárquica fundado en el miedo. La base de toda mi acción en el futuro sólo
podía ser el miedo que inspirara a mis amigos y a mis enemigos.
Cerré la edición Oxford con amargura. Sólo podía derivar una lección de esta primera
aventura del servicio secreto mexicano. El terror es universal, pero la justicia no. Y toda
organización de inteligencia, por más que se proponga las metas de la justicia, es
pervertida por sus medios, que son los del terror, y termina por ser sierva de la opresión
y no instrumento de la justicia que originalmente se propuso. Pequeña célula de
estructura fascista, el espionaje acaba por infectar como un cáncer la sociedad en la que
se inserta y a la que pretende proteger. Todos sus héroes son reaccionarios, de Ulises a
James Bond. De allí la fatiga de su heroísmo, tan quebrantado como el rostro de goma
de Howard Hunt.
Confié, mientras apagaba las luces de mi biblioteca, en que a pesar de todo Félix
Maldonado, mi héroe inconsciente, triste y cansado, regresaría a contarme lo que hizo
después de abandonar el refugio de mi casa.
Lo imaginé mientras subí por la escalera rumbo a mi recámara. Ojalá pudiese cotejar un
día mi guión de probabilidades con la versión de las certezas de Félix. ¿En qué
coincidiríamos ¿En qué nos apartaríamos? ¿Cuál de las dos historias concluyentes sería
la verdadera: la que yo me disponía a imaginar o la que él se disponía a vivir?
Pensé todo esto sentado frente al espejo de mi vestidor, despegándome lastimosamente
el bigote falso. Me dolía, porque la base de goma etílica me arrancaba las cerdas del
verdadero bigote que estaba creciendo debajo del falso.
Guardé el bigote grueso y negro en el lugar que le correspondía dentro de un cajón de
pilosidades clasificadas, barbas, bigotes, cejas, patillas de distintos colores y edades. Me
rodeaban en el vestidor los cristales y los gabinetes, las pelucas y los trajes nuevos y
viejos, los zapatos lustrosos y gastados, las diferentes marcas de camisa, ropa interior y
sacos que podían atribuir su origen a tiendas tan distintas como Lanvin en París, Gath &
Chávez en Santiago de Chile, Harrod's de Buenos Aires, Austin Reed de Londres, Hart,
Schaffner & Marx de Houston, la sucursal de Mark Spencer en Rijad, la de la camisería
Arrow en Tel Aviv y la de la zapatería El Borceguí en México, D.F.
Iba a declamar ante el espejo la famosa tirada de Macbeth en el acto quinto, escena
quinta, pero me sentí ridículo. El rumor y la furia habían cesado, junto con mi hora en el
escenario, aun cuando la noche, cuando me acosté en mi cama sin compañía, se
asemejaba en verdad a una sombra en movimiento.
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Fatalmente, regresará a las suites de la calle de Genova y pedirá la misma recámara que
ocupó con anterioridad, el mismo lecho donde murió Sara Klein, donde amó a Mary
Benjamin. Las camas de Félix Maldonado siempre están ocupadas por una mujer, viva o
muerta. Ya lo conocen; da buenas propinas; es un excéntrico; no les extraña que regrese
sin equipaje después de una ausencia de una semana; yo mismo telefoneé y les pedí que
guardaran las pertenencias en la valija; el señor licenciado Velázquez debió ausentarse
inopinadamente y no tuvo tiempo de recoger sus cosas.
—¿La suite de siempre, señor Velázquez?
Llueve afuera de mi casa en Coyoacán. En agosto las tormentas del altiplano se agolpan
en las cimas de las montañas, descienden de los antiguos volcanes nevados y derraman
su vendimia puntual, vespertina y nocturna, antes de ceder el lugar a los huracanes del

