Page 125 - La Cabeza de la Hidra
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—¿Entonces quién está acostado en la cama?
                  —No hagas ruido, corazón; es una compañera. Tuvo un caso difícil anoche, un
                  moribundo, y ya no pudo regresar del hospital a su casa, que queda por Azcapotzalco.
                  La invité a pasar la noche, amorcito. Regresa al rato, ¿sí?
                  —Dile a tu compañera que se haga la cirugía estética.
                  —Ay, ay —rió forzadamente Licha—, ¿vas a echarme eso en cara?, yo no te tasajié,
                  sólo te cuidé, guapote, sin mí no hubieras quedado tan cuero.
                  —No se trata de cara, sino de cuerpo. Está mal distribuida tu amiga. No tiene las cosas
                  en su lugar...
                  Félix levantó violentamente la sábana y un muchacho desnudo lo miró con terror. La
                  erección no estaba sanforizada. En seguida cambió la mirada por una de furia y la
                  dirigió a Lichita.
                  —Oye babosa, ten horarios de trabajo más formales, dijiste que tu viejo se iba a trabajar
                  a las seis de la mañana, que nadie nos iba a interrumpir antes de la una —dijo el mucha-
                  cho cubriéndose de vuelta con la sábana.
                  Licha taconeó y se cruzó de brazos.
                  —Pícale, Sergio. Esto es en serio. Otro día nos vemos.
                  —Oye no, que se largue este tipo. O que haga cola. Total.
                  Sergio se recostó con una sonrisita chueca, acomodando la cabeza sobre las manos
                  unidas en la nuca.
                  —No importa —dijo Félix—. ¿Dónde está el registro de llamadas de tu marido?
                  —No sé qué es eso —siguió taconeando Licha.
                  —Está obligado a llevar un registro. Si no le quitan las placas. Un ruletero ruletea,
                  ¿sabes?, no transporta naranjas al aereado.
                  —Uuy —suspiró Sergio—, cuando no se las quitan, él las presta. Es de lo más gente
                  con los cuates don Memo. Si le pagan bien. Lo presta todo. Hasta su vieja.
                  —Tú cállate el hocicote —se volteó a mirarlo con furia Lichita; en seguida acarició las
                  solapas de Félix y lo miró con ternura. Lichita cambiaba de mirada como se cambian las
                  estaciones de un radio.
                  —Me he sentido muy sola, amorcito.
                  —Luego se nota.
                  —No, en serio. ¿Supiste lo de Simón?
                  —Lo mataron.
                  —Ay nanita —rió Sergio desde la cama.
                  La enfermera asintió muchas veces, con lágrimas en los ojos y la cabeza apoyada sobre
                  el hombro de Félix.
                  —Se lo dije. El viejo ese de los anteojos raros no se anda con cuentos. Se lo dije. No
                  debió ir al Hilton esa noche a decirte que no fueras a Palacio. Traicionó al viejo, el viejo
                  quería que tú estuvieras en esa ceremonia con el mero mero, le dije a Simón que se
                  anduviera con cuidado, ese viejo se las cobra todas...
                  —¿Crees que por eso mataron a Ayub?
                  —Corazón, te estoy contando la verdad sin que tú me lo pidas nomás para que sepas
                  todo y me quieras tantito...
                  —Ya sé todo lo que pasó —dijo Félix oyendo a Licha, pero mirando a Sergio, otro
                  güerito de ojos claros, muy blanco y pequeño, por lo visto era el tipo que más le gustaba
                  a Licha, pero éste no era un pobre diablo como Ayub. Félix volvió a ver el blazer azul
                  con botonadura de oro arrojado sobre una silla, los pantalones de franela gris, la camisa
                  con la marca Pierre Cardin visible en el cuello, los mocasines negros de Gucci.
                  —No tenía a nadie en México, yo era su única amiga —lloriqueó Licha.
                  —También lo sé. ¿Cómo murió?
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