Page 127 - La Cabeza de la Hidra
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Félix dio media vuelta y salió del cuarto; Licha lo siguió al pasillo sombrío y húmedo.
                  Lo tomó de la manga y lo volvió a abrazar. Sergio los miró, divertido, desde la cama.
                  —Corazón, yo sé lo que tú quieres, espera.
                  —Me lees el pensamiento.
                  —Espera, ¿quieres saber quién mató a esa muchacha que estaba en Gayosso, verdad?
                  —Te digo que eres pitonisa.
                  —Corazón, ahorita corro a este rotito, quédate conmigo, ámame tantito y yo te ayudo a
                  encontrar al que la mató, palabra. Ándale, entra, deja ese cuaderno y vamos a querernos
                  como tú sabes.
                  —Te está esperando tu bebé, Lichita.
                  —No me martirices, corazón. Cada quien hace su luchita. Los centavos no alcanzan.
                  Anda, devuélveme el cuaderno. No tiene nada que ver con lo que andas buscando,
                  palabra.
                  —¿Entonces para qué lo quieres?
                  —Piensa en el pobre de don Memo, tan bueno.  Va a estar perdido sin su lista de
                  clientes. ¿Quieres de plano amolarlo? ¿Qué te ha hecho? Anda, corazón, no hay que
                  ser...
                  Félix apartó a Licha. El rostro despintado de la mujer mostró los colmillitos de rata; se
                  le fue encima a arañazos a Félix, sin preocuparse de que la bata se le abriera y los senos
                  le rebotaran pequeños pero firmes y las injurias se le escaparan de los labios torcidos,
                  cabrón, ¿qué sabes de nosotros?, ¿qué chingados sabes de los que tenemos que jodernos
                  para no morirnos de hambre?, cabrón comemierda.
                  Los pitidos de los globeros llegaban desde la plaza. Licha se desinfló como un globo
                  pinchado entre los brazos de Félix. Él le apretó juguetonamente la naricilla colorada.
                  —Ándale, chata, deja que termine este asunto y vuelvo a verte.
                  —¿Palabra, corazón? ¿Palabra, santo? Es que me gustas con ley.
                  —¿Qué quieres saber, Lichita?
                  —Tú eres el preguntón, no yo.
                  —Porque quieres saber lo que no sé oyéndome preguntar.
                  —¿Para qué quieres el cuaderno de don Memo? Tú mismo dijiste que no trae nada...
                  —Dos cabezas piensan mejor que una, Lichita. Puede que yo no entienda nada de este
                  cuaderno, pero el Director General sí.
                  —¿Se lo vas a enseñar al viejo?
                  —Claro. Con sus anteojos negros, de repente lee por qué te interesa tanto recuperar un
                  cuaderno que no dice nada el diez de agosto.
                  —Te juro que no tiene nada que ver con Simón ni con el viejo tenebras.
                  —¿Tanto miedo le tienes?
                  —Hubieras visto a Simón, toditito agujereado...
                  —Escoge, Lichita. O todo está ligado, tú, don Memo, Simón, el Director General y la
                  muerte de la muchacha...
                  Licha sólo tenía fuerzas para temblar débilmente:
                  —No, papacito, te lo juro por mi madre...
                  —O se trata de dos cosas distintas. Escoge.
                  —Sí, corazón, es como tú dices, al hospital fui como enfermera, por amistad con Simón,
                  no sabía de qué se trataba, no tiene nada que ver con el coche ni con Memo, por mi
                  madre, es como tú dices, son dos cosas distintas.
                  —No tiembles tanto, Lichita. Si me estás diciendo la verdad, no debes temer. Pero la
                  policía puede entender otra cosa. Pueden creer que todo es parte del mismo asunto, ¿me
                  entiendes?, que tú y don Memo saben de  un atentado contra el Presidente, ¿me
                  entiendes?, y el Director General no se anda con cuentos, te consta, sabe cerrar las bocas
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