Page 126 - La Cabeza de la Hidra
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—Me lo dejaron aquí, en la puerta de la casa, tiroteado, hecho una coladera, de pie,
                  apoyado contra la puerta, se le cayó en los brazos a don Memo cuando la abrió...
                  —¿Por qué aquí, Licha?
                  —Ya te dije, no tenía a nadie más, el viejo tenebroso ese lo sabía...
                  —¿Crees que el Director General ha acabado de cerrarle la boca a todos los que pueden
                  abrirla? No seas inocente.
                  Todas las defensas de Licha se derrumbaron de un golpe; dejó de lloriquear y no pudo
                  taconear, empezó a mover las mandíbulas como si mascara un chicle, pero era su cara la
                  que parecía una goma sucia y gris. Félix le apretó la nuca.
                  —Dame el registro.
                  —Palabra...
                  La apartó con fuerza de su hombro y empezó a hurgar en los cajones del cuartito, el de
                  la mesa con tapa de linóleo, los de la cocina improvisada con una parrilla encima del
                  mueble despintado, dos cacerolas, un sartén, un molcajete, las botellas vacías de cerveza
                  y los tarros de Nescafé, los trastes chipoteados de barro pintado con flores y patos.
                  Licha no se movía. Sergio arrojó la sábana a un lado y se puso de pie, dirigiéndose a la
                  silla donde estaba amontonada la ropa.
                  —Tienes razón, Lichis. Yo mejor me voy.
                  Félix lo volvió a sentar en la cama de un empujón y se inclinó sobre el teléfono que don
                  Memo escondía como un tesoro entre las almohadas. Debajo del teléfono estaba el cua-
                  derno con tapas de mármol. Licha rió.
                  —Ay, ¿ese es el cuadernito que decías? Qué boba seré. Allí apunta don Memo las
                  direcciones de sus clientes cuando lo llaman, ¿eso se llama un registro? ¡Perdona mi
                  falta de ignorancia, como quien dice!
                  Le habló a Félix pero miró a Sergio.
                  —¿Qué quieres saber, corazón?
                  Félix hojeaba velozmente el cuaderno. No  le contestó a Licha. La muchacha,
                  simultáneamente, apretó la mano de Félix y negó con la cabeza en dirección de Sergio.
                  —¿Qué misterio te traes, corazón? Si don Memo nunca hace nada fuera de lo normal.
                  Trabaja dos turnos, de seis a tres y de seis a doce normalmente, salvo cuando un cliente
                  lo toma por hora o para que vayan fuera de la ciudad, tú sabes, de excursión...
                  Le mostró a Licha el papel que le entregué en mi casa.
                  —¿Este es el número de placas del taxi de don Memo?
                  —Sí —Licha inflexionó una duda, miró a Sergio—, creo que sí, no se me pegan esas
                  cosas.
                  —La noche del diez de agosto don Memo le prestó sus placas a alguien. El registro no
                  dice nada. ¿A quién? Tu amiguito el majo desnudo admitió que don Memo acostumbra
                  prestar las placas, si le pagan bien.
                  El triángulo de miradas era como tres  bolas de billar esperando el golpe que
                  desencadenara la carambola. Sergio lo dio con una risa forzada y aguda:
                  —Hombre, señor, lo dije en broma, don Memo presta todo, las placas de su coche, las
                  nalgas de su vieja, eso lo sabemos todos...
                  —¿Quiénes somos todos? —dijo Félix.
                  Sergio entrecerró los ojos y se rascó una tetilla.
                  —Oiga, ¿que es usted de la poli o qué? Todos los tecolotes son medio pendejos, pero
                  usted es el mero campeón. Yo vine a coger, no a contestar preguntas pendejas.
                  —Está bien —dijo Félix y caminó hacia la puerta con el cuaderno bajo el brazo.
                  Se detuvo en el umbral y le dijo a Licha:
                  —Lástima de chaparrita linda. Tu cuerpo de uva va a amanecer agujereado un día, y no
                  como te gusta ni por quienes te gustan.
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