Page 128 - La Cabeza de la Hidra
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para siempre.
                  —¡Jijos! —exclamó Sergio brincando de la cama y corriendo en busca de sus
                  calzoncillos—, yo nada más vine a coger, ¿qué relajo es éste?
                  —Métete esto en la cabeza, Licha —continuó Félix mientras Sergio se vestía de prisa—
                  , esa muchacha asesinada era la amante del enemigo mortal del Director General. El
                  viejo va a sacar cuentas y luego va a exigirlas.
                  —Eso no, papacito, corazón, lo que quieras pero no nos eches encima al viejo...
                  —Oye, babosa, ¿qué relajo es éste? —dijo Sergio mientras se metía nerviosamente los
                  pantalones entre las piernas—, ¿en qué lío me andas metiendo?
                  —Sólo quiero la verdad —dijo Félix sin escuchar a Sergio.
                  —Corazón, yo le debo todo a don Memo, ya te lo dije, no me obligues a traicionarlo, ya
                  te lo dije, hay que ganarse la vida.
                  —A veces hay que ganarse la muerte.
                  —¡Le tengo miedo al viejo, papacito, le tengo miedo!
                  —La verdad.
                  Sergio se anudaba la corbata. Licha lo miró y luego colgó la cabeza atarantada.
                  —Cuéntale, Sergio.
                  —Yo no sé nada de tus enjuagues, cabrona —Sergio se puso el blazer.
                  Félix miró con atención al muchacho pequeño y elegante.
                  —¿Tú usaste las placas de don Memo el diez de agosto?
                  Sergio ladeó su ridicula cabecita rubia, aún más pequeña que la proporción exigida por
                  su cuerpo.
                  —Hombre, no se exalte por una broma inocente. Mire nomás cómo ha puesto a la
                  gordita. Bueno, nos vemos otro día, Lichis.
                  Félix detuvo a Sergio del brazo.
                  —Cuidado, gorila —dijo Sergio—, no me gusta el manoseo.
                  —Dile, Sergio —repitió Lichita, abatida sobre una silla de hulespuma—. Mejor dile o
                  vamos a amanecer como coladera tú y yo sin ninguna culpa, palabra.
                  Sergio se acarició la manga donde Félix lo había apretado.
                  —Hombre —sonrió—, fue eso, una broma inocente, unos cuates y yo le pedimos las
                  placas a don Memo para echar vacile esa noche, estábamos enamorando a unas
                  gringuitas que vivían en las suites de Genova, prometimos llevarles gallo, usted sabe
                  cómo son las güeritas, esperan mucho romance en México, no se querían ir sin una
                  serenata, ¿qué hay de malo?
                  —Nada —dijo Félix—. Por eso mismo no hacía falta cambiarle de placas al convertible.
                  —N'hombre, usted no entiende, señor. Nuestros jefes nos traen muy cortos, con los
                  tiempos que corren, dicen, nada de escandalitos, nada de llamar la atención o acabamos
                  secuestrados por los comunistas, ¿quihubo pues?, nos queríamos divertir sin
                  comprometer a nuestros papás, ¿ya entiende usted?
                  Sergio encendió un cigarrillo, arrojó el fósforo al piso y miró con suficiencia a Félix;
                  además, se estaba luciendo con Licha y su vanidad era más fuerte que su miedo.
                  —Nuestros papás son muy influyentes —dijo con satisfacción y un asomo de amenaza.
                  —Se me hace que no, si no los protegen  por armar un escandalito pinche con unos
                  mariachis frente a un hotel de la Zona Rosa. ¿Entonces para qué sirven las influencias?
                  ¿Para que nos los regañen si comen caramelos antes de la cena?
                  Sergio volvió a entrecerrar los ojos.
                  —Ya lo dije. Todos los de la poli son medio pendejos, pero tú eres el mero campeón,
                  cuate. Si no quieres entender...
                  —Estás bien entrenadito, Sergio. No, no soy de la poli. Soy de la Liga Comunista. Dile
                  a tu papá que se cuide.
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