Page 124 - La Cabeza de la Hidra
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Golfo que sólo se apaciguan a principios de octubre y se despiden con el cordonazo de
                  San Francisco, antes de que una paz luminosa e ininterrumpida bendiga nuestros
                  inviernos. Luego ese cristal de fríos soles se empañará con el polvo de la prolongada
                  sequía y los vientos de la primavera levantarán las tolvaneras sofocantes, verdaderos
                  gritos de la lengua seca y quebrada de la tierra.
                  Empapado después de buscar largo tiempo y bajo la lluvia un taxi en la Calzada de la
                  Taxqueña, llegó sin maletas, el portero indio envuelto en el sarape gris lo reconoció,
                  cómo no, despertaría al administrador de turno, se quedó dormido viendo una película
                  en la tele de la cocina.
                  —¿La suite de siempre, señor Velázquez?
                  —Si está libre —le dijo Félix al joven empleado soñoliento, flaco y ojeroso.
                  —Siempre está libre para usted, señor.
                  —Pensé que a estas alturas todos se olvidaron de la historia de la muerta.
                  —¿Perdón? El señor presidente ejecutivo de la Petroquímica Industrial del Golfo habló
                  personalmente para que la suite estuviera siempre a disposición de usted.
                  —Es muy considerado.
                  —Cómo no. Es un cliente distinguidísimo.  Nos manda aquí a todos sus huéspedes
                  extranjeros.
                  —Lo conozco; se ocupa de todo. Tiene vocación de titiritero.
                  —¿Perdón? ¿Desea que le suba ahora su maleta, señor Velázquez?
                  —No hace falta; mándemela mañana.
                  —Como ordene, señor. Aquí está su llave.
                  Durmió sin seguridad. Recibió la maleta a las diez y después de asearse y desayunar
                  caminó hasta la Plaza Río de Janeiro. La cruzó entre los niños juguetones y gritones de
                  las escuelas primarias del rumbo que allí pasaban los minutos de recreo. El parque de
                  palmeras mojadas es una mañana de globos rojos, amarillos y azules. Llegó a la puerta
                  del edificio de ladrillo colorado y torreones de pizarra y entró por la reja al corredor.
                  Sabía que don Memo trabajaba a estas horas. Quizás Lichita habría reanudado su trabajo
                  en el Hospital de Jesús, quizás estaba de vacaciones, disfrutando de las horas suple-
                  mentarias ganadas al servicio de Ayub y el Director General. Mejor si no había nadie;
                  investigaría a su antojo y luego don Memo no podría mentirle.
                  No; Licha le abrió la puerta. Tenía la cara amodorrada y despintada; se cubrió los senos
                  pequeños y firmes con una bata de seda bordeada de encaje que reclamaba una visita a
                  la tintorería. La muchacha lo miró con sorpresa; no sabía si cerrar la puerta o dejarla
                  entreabierta para hablar con Félix.
                  Él no le dio tiempo de dudar: entró al cuartucho del edificio de ladrillo rojo y Licha lo
                  abrazó, corazón, dichosos los ojos, creí que me habías olvidado, qué pena, estoy hecha
                  una facha, ¿por qué no regresas dentro de una hora?, déjame darme una manita de gato,
                  vete y vuelve al rato, ¿sí?
                  Lo abrazó tratando de alejarlo, pero Félix permaneció plantado a la entrada del cuartito,
                  Licha siguió abrazándolo pero ahora tratando de que Félix le diera la espalda al lecho
                  conyugal.
                  —¿Me extrañaste, corazón? Yo a ti tantito, palabra, no, miento, te extrañé muchísimo,
                  abrázame corazón.
                  —¿Dónde está don Memo?
                  —Chambeando, ¿qué crees?
                  Félix miró hacia la cama y luego hacia la ropa de hombre arrojada con descuido sobre
                  una silla.
                  —Dile que se levante. Quiero hablarle.
                  —Ay amorcito, si ya te dije que está trabajando...
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