Page 129 - La Cabeza de la Hidra
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Sergio frunció los labios con desprecio.
                  —Otro día seguimos donde nos quedamos, Lichita. Chao.
                  Salió chiflando Blue Moon y Licha cerró los ojos colorados de sueño, amor y miedo.
                  —Quédate, papacho —murmuró.
                  Abrió los ojos. Félix caminó hasta la puerta con el cuaderno en la mano.
                  —Ya sabes la verdad. Deja el cuaderno, corazón.
                  —Me interesan más y más los clientes de don Memo —dijo Félix—. Adiós, Lichita.
                  Deja que salga de esto y te llevo a Acapulco.
                  —¿Palabra, santo? No te pido lujos. Prefiero verte a la segura, una vez por semana,
                  nada más.
                  —¿Quepo en tus horarios, chata?
                  —Cabrón. Te dije la verdad. Por ésta.
                  Se quedó sola con la señal de la cruz sobre los labios.

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                  Alcanzó a ver el convertible Mustang color mostaza que arrancaba por la calle de
                  Durango. Tomó nota del número de las placas y lo apuntó en el cuaderno de don Memo,
                  precisamente bajo la fecha del diez de agosto.
                  Regresó a las suites de Genova y pidió que le subieran al cuarto carne asada, ensalada
                  mixta y café. Estudió largamente el registro del taxista. Tomó el teléfono y pidió la
                  jefatura de policía del Distrito Federal. Denunció el robo de su automóvil, un
                  convertible Mustang color mostaza. Dio el número de las placas.
                  —Soy el propietario, el licenciado Diego Velázquez, director de precios de la Secretaría
                  de Fomento. No se me duerman.
                  Le dieron seguridades obsequiosas. Miró su reloj. Eran las tres de la tarde y el sol de la
                  mañana desapareció detrás de las nubes lentas y cargadas. Tenía tiempo y le faltaría
                  energía. Durmió hasta las cinco con la tranquilidad que le faltó la noche anterior. Ahora
                  estaba seguro. Ahora sabía.
                  Revisó la .44 y se la guardó en la bolsa interior del saco. Caminó de Genova a Niza y se
                  compró un impermeable en Gentry. Cuando salió de la tienda de hombres se desató el
                  aguacero, el tráfico se hizo nudos y la gente buscó refugio bajo los toldos y
                  marquesinas. Se puso el impermeable, una  buena trinchera de Burberry's, demasiado
                  nueva para investirlo satisfactoriamente con el papel cinematográfico que su incons-
                  ciente le proponía. Sonrió mientras caminaba bajo la lluvia en la dirección del Paseo de
                  la Reforma. Si por afuera pretendía parecerse a Humphrey Bogart, por dentro se sentía,
                  ridiculamente, idéntico a Woody Allen. Recordó a Sara Klein en Gayosso y dejó de
                  sonreír.
                  Se detuvo a esperar en la esquina de Hamburgo. Le quedaban cinco minutos. Prefirió
                  estar a tiempo. Era el funcionario más puntual de la burocracia mexicana, pero esta vez
                  su cita no era con un subsecretario más o menos amable, sino con un criminal más o
                  menos salvaje.
                  Al cuarto para las seis, el taxi se detuvo frente a la boutique Cronopios en Niza y pitó
                  insistentemente. El joven Sergio salió sonriendo y despidiéndose de las empleadas del
                  lugar. Abrió la portezuela trasera del taxi y subió. Félix montó detrás de él, sacó la .44 y
                  la apretó contra las costillas del muchacho rubio, pequeño y elegante. Don Memo volteó
                  la cabeza con alarma.
                  —No te preocupes —le dijo Félix al chofer—. Hay balas para los dos. Depende de cuál
                  quiere morir primero. Vamos a llevar al señorito al mismo lugar donde lo llevas todos
                  los lunes, miércoles y viernes a la misma hora. Un movimiento falso y Lichita se queda
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