Page 23 - La Cabeza de la Hidra
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reproducciones de figuras de Jaina—. Pero qué cosa más chistosa, ahora Mary resulta la
                  única que no he tocado, por lo menos en diez años, toda una vida, ¿no? Mary la
                  cachonda tendrá que tomar desde ahora el lugar de mi mujer ideal, juro que jamás me
                  acostaré con Mary...
                  —Está loco —perdió la compostura Sara—, le pidió al doctor, Bernstein haz algo, dile a
                  este imbécil que él nunca me ha tocado ni me tocará, va a salir por ahí repitiendo eso,
                  que Mary es la única que no ha tocado en los últimos diez años.
                  —Llevo cinco minutos de fornicación mental contigo —le dijo Félix a Sara—, ¿por
                  qué, Sara, y por qué con Bernstein, of all people?
                  —¿Puedo decirle, Bernstein? —Sara miró al doctor para pedirle permiso y el doctor
                  asintió, pero Félix se sintió ofendido y estuvo a punto de arrancarle otra vez los anteojos
                  a su viejo profesor.
                  —No me traten como si no supiera nada —dijo Félix a la pareja Klein-Bernstein, tenía
                  que acostumbrarse a verlos como pareja,  qué asco, qué ridículo, pensar que había
                  tratado de ridiculizar a su pobre Ruth tan leal tan noble.
                  —Como los periódicos... —trató de interponer el doctor.
                  —Sí, cómo no —cortó Félix—, llevamos diez años de desayunos políticos, doctor, antes
                  fue usted mi maestro de historia de las doctrinas económicas en la UNAM, ¿cómo no
                  voy a saber?
                  —La verdad no viene en las páginas del Gide et Rist —humoreó débilmente Bernstein.
                  —Ato cabos. Usted ha servido la causa de los que ubican a los criminales de guerra
                  escondidos, eso lo sé, los que sacan a los nazis de sus madrigueras en Paraguay y luego
                  los juzgan dentro de una jaula de cristal. Y Sara se fue a vivir a Israel hace doce años.
                  Usted viaja allá dos veces al año. ¿Okey? Me parece perfecto. ¿Cuál misterio?
                  —La palabra misterio, mi querido Félix, tiene muchos sinónimos —dijo con perfecta
                  compostura el doctor Berstein.
                  Hubo una especie de silencio que pareció más largo de lo que realmente fue. Félix notó
                  el mohín de Sara, el ruego silencioso de Bernstein, dejemos allí las cosas, que
                  Maldonado crea esto, que crea lo que quiera, ¿qué importancia tiene Félix Maldonado?
                  Sara tiró de la manga de Bernstein, pero  el doctor le apartó cariñosamente la mano.
                  Angélica Rossetti decidió apresurar las cosas e invitó a todo mundo a pasar a la mesa.
                  Miró con franco desagrado a Félix, como a una cucaracha indigna de comer los
                  cannelloni dispuestos en la mesa del buffet.
                  —¿Quieres pasar, Sara?
                  Bernstein entró al comedor colonial con la dueña de casa y Sara Klein se cruzó de
                  brazos recargada contra la repisa de la chimenea. Maldonado se dio cuenta de que era la
                  primera vez, desde que él llegó a esta casa, que la mujer se movía de lugar. Una
                  humedad opresiva ascendía de los pisos del salón a pesar de las buenas intenciones de la
                  chimenea. El homenaje a la piedra fría en planta baja, la inmediatez del jardín que se
                  trataba de meter a la casa por las puertas de cristal, el lodo después de la lluvia, las
                  plantas del desierto hinchadas de tormenta, una monstruosidad.
                  Sara Klein acarició la mano de su viejo amigo y Félix sintió que le devolvía el calor y la
                  vida. No se atrevió a mirarla, pero supo una vez más que la amaba de verdad a ella y la
                  amaría siempre, lejana o cercana, limpia o  sucia. Durante toda su vida, lo entendió
                  ahora, había falsificado el problema Sara Klein. La verdad consistía en admitir que la
                  amaba sin importarle quién la poseyera. El problema dejó de ser Félix o nadie.
                  Sara vio lo que pasaba por los ojos de  su amigo. Por eso le dijo, Félix, ¿recuerdas
                  cuando celebramos juntos tus veinte años?
                  Félix asintió débilmente. Sara le acarició las mejillas y luego detuvo entre las manos la
                  cabeza de Félix, rizada, morena, delgada, viril, embigotada, morisca.
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