Page 41 - La Cabeza de la Hidra
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—¡El elevador está lleno de humo! —gritó una enfermera.
                  El guardia que quedaba en la entrada lanzó un carajo y corrió a los ascensores; lo
                  arrollaron los enfermos que podían moverse solos y que buscaban aterrados la salida.
                  Félix salió de la cocina y se unió, vendado, gritando, a los grupos de enfermos y el
                  guardia de la puerta regresó al teléfono para llamar a los bomberos.
                  Tardaban en llegar; los guardias y las enfermeras seguían sacando enfermos y Licha
                  prolongaba su escena de histeria hasta que el guardia se hartó, la llamó pendeja, por eso
                  estamos como estamos.
                  —Pero vas a pagar caro tu irresponsabilidad, prietita, en ningún hospital te volverán a
                  dar chamba, ya párale de gritar, sirve para algo, por lo menos atiende a la clientela, esto
                  nos va a arruinar.
                  Félix permaneció un rato entre los enfermos, invisible en la confusión.
                  Se fue separando poco a poco, mezclándose con los curiosos que habían salido de las
                  casas vecinas.
                  A ver si esto tampoco sale en los periódicos, murmuró secamente y caminó sin prisa
                  rumbo a la Plaza Río de Janeiro. Tomó por Colima que era una callecita tranquila y
                  oscura. Se quitó las vendas de la cara y las arrojó dentro dé una cubeta gris conserve
                  limpia su ciudad suciedad.
                  Atravesó la plaza desierta y se dirigió a la esquina de Durango. Vio de lejos el edificio
                  de ladrillo, la primera casa de apartamentos construida en la ciudad a principios de
                  siglo, una monstruosidad roja con torreones feudales y techos de pizarra con forma de
                  cucurucho de bruja: un castillo de cuatro pisos, construido para resistir las ventiscas
                  invernales de la costa normanda.
                  Esta anomalía arquitectónica trasplantada a la meseta tropical había descendido
                  socialmente hasta convertirse en lo que ahora era: una casa de vecindad para gente de
                  muy pocos recursos. Aquí le dijo Licha que viniera y escribió a lápiz un mensaje en los
                  bordes de la edición de las Últimas Noticias que Félix guardaba, doblada en cuatro, en
                  la bolsa trasera del pantalón robado a un paciente dormido.
                  Apartó la reja de fierro oxidado y entró al pasaje oscuro y húmedo. La segunda puerta
                  de la derecha, le dijo Licha, en la planta baja. Félix tocó una vez con los nudillos. Un
                  dolor insoportable le recorrió los brazos.
                  Pegó lastimosamente con el periódico sobre la puerta, pero era apenas como un rasguño
                  de gato herido. Así se sintió; un enorme cansancio le cayó sobre las espaldas y se le
                  instaló para siempre en la nuca. Golpeó fuerte con la mano y una voz dijo desde el otro
                  lado de la puerta, voy, voy, no coman ansias.
                  La puerta se abrió y un hombre en camiseta, con los tirantes colgándole hasta las
                  rodillas y los pantalones flojos le preguntó:
                  —¿Qué se le ofrece?
                  Félix cinéfilo de la Calle 53 recordó & Raimu en La mujer del panadero. Era el chófer
                  del taxi colectivo que lo condujo en el trayecto entre el Zócalo y el Hilton. Miró con
                  sospecha a Félix y Félix olvidó a Raimu y recordó que él podía reconocer al chofer pero
                  el chofer no reconocería la nueva cara de Félix.
                  —Me manda Licha —dijo sin ánimo Félix y le tendió el periódico doblado al chofer.
                  El taxista leyó el mensaje y se rascó el hombro peludo.
                  —Esa vieja es una hermanita de la caridad —gruñó.
                  Le dio la espalda a Félix, haciendo un gesto con la mano.
                  —Pásele. ¿Qué le pasó en la careta? ¿Dónde se hirió? No, no me diga nada. Mi esposa
                  cree que todas las casas son hospitales. La muy mensa dice que tiene vocación de curar,
                  que el dolor le duele. Más le valdría ocuparse de su hogar. Mire nomás el desorden.
                  Dispense, ¿eh?
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