Page 59 - La Cabeza de la Hidra
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que se la siguiera untando varios días, ¿quién le hizo semejante carnicería?
                  Compró la pomada en una farmacia y regresó a las suites de la calle de Génova. Iban a
                  dar las once y los jóvenes y aceitosos empleados ya se habían ido. Le abrió el portero,
                  un indio viejo con cara de sonámbulo vestido con un traje azul marino brillante de uso.
                  Las ventanas de su apartamento estaban abiertas de par en par y la cama preparada para
                  dormir, con un chocolatito sobre la almohada. Abrió la maleta. El paquete con las ceni-
                  zas seguía allí, pero el disco con Satchmo en la portada había desaparecido.

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                  Aterrizó en el aeropuerto de Coatzacoalcos a las cuatro de la tarde. Desde el aire, vio la
                  extensión de la refinería de Petróleos Mexicanos en Minatitlán, el golfo borrascoso al
                  fondo, la ciudadela industrial tierra adentro, un  alcázar  moderno de torres, tubos y
                  cúpulas como juguetes de papel plateado brillando bajo el sol haíto de tormenta y luego
                  el puerto sofocado donde las vías férreas  se prolongaban hasta los muelles y los
                  buquetanques largos, negros y de cubiertas desnudas.
                  Al descender del avión, respiró el calor húmedo cargado de aromas de laurel y vainilla.
                  Se quitó el saco y tomó un taxi desvencijado. Una rápida visión de bosques de
                  cocoteros, cebús pastando en llanos color ladrillo y el Golfo de México preparando su
                  agitación vespertina fue vencida por la de una ciudad portuaria chata, de edificios feos
                  con los vidrios rotos por los huracanes, anuncios luminosos sucios y apagados a esta
                  hora, todo un mundo del consumo instalado en el trópico, supermercados, tiendas de
                  televisores y refacciones, y enfrente el eterno mundo mexicano de tacos, cerdos, moscas
                  y niños desnudos en muda contemplación.
                  El taxi se detuvo frente a un mercado. Félix lo vio todo en rojo, los largos cadáveres de
                  reses sangrientas colgando de los garfios,  los racimos de plátanos incendiados, los
                  equípales de cuero rojo, maloliente a bestia recién sacrificada y los machetes de plata
                  negra, lavada de sangre y hambrienta de sangre. El chofer cargó la maleta hasta la
                  entrada de un palacio rococó de principios de siglo con tres pisos; el más alto estaba
                  arruinado por el fuego y convertido espontáneamente en palomar cucurrucante.
                  —Le cayó un rayo —dijo el chofer.
                  Más alto, volaban en grandes círculos los zopilotes.
                  El título luminoso del Hotel Tropicana salía como un dedo llagado de la fachada de
                  estucos esculpidos, ángeles nalgones y cornucopias frutales pintados de blanco pero
                  devorados de negro por el liquen y el trabajo incesante del aire, el mar y el humo de la
                  refinería y el puerto. Se registró como Diego Silva y siguió al empleado cambujo
                  vestido con camisa blanca y pantalones negros lustrosos por un patio cubierto de altos
                  emplomados de colores que tamizaban la luz caliente. Muchos vidrios estaban rotos y
                  no habían sido reparados; grandes cuadros de sol jugaban a instalarse con precisión en
                  el piso de ajedrez, mármol blanco y negro.
                  Al llegar al cuarto, el empleado abrió con una llave el candado que lo cerraba y puso a
                  funcionar el ventilador de aspas de madera que colgaba como un buitre más del techo.
                  Félix le dio diez pesos y el cambujo salió mostrando los dientes de oro. Un aviso
                  colgaba sobre la cama de bronce y mosquitero,

                                         SU RECÁMARA VENCE A LA 1 P.M.
                                           YOUR ROOM WINS AT ONE P.M.
                                     VOTRE CHAMBRE EST VAINCU A 13 HRS.

                  Félix pidió por teléfono la recámara del  doctor Bernstein. El cuarto número 9, le
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