Page 56 - La Cabeza de la Hidra
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Salió cerrando la puerta detrás de sí.

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                  Entró a las ocho de la noche al café de la calle de Londres. El lugar trataba de imitar un
                  pub inglés con barra de madera y bancas de cuero, pero la luz neón lo desfiguraba todo
                  y los espejos biselados se comunicaban destellos de astro muerto.
                  Se acercó a la barra chapeada de cobre y pidió una cerveza. Miró a su alrededor. Al
                  cabo, agradeció la espantosa luz neón que le permitía ver a los clientes y quizá por eso
                  la instalaron, para que este café no se convirtiera en guarida de parejitas cachondas.
                  No tardó en divisarlos. El muchacho con los anchos pantalones azules y la playera a
                  rayas anchas, azules y blancas, y una gran ancla bordada sobre el pecho. A la muchacha
                  con el corte de pelo de borrego, negro, corto y rizado, la reconoció en seguida. El
                  problema era que lo reconocieran a él. Se acercó a ellos con el vaso de cerveza en la
                  mano. La muchacha pelaba lentamente las castañas que descansaban en el regazo de la
                  minifalda. Las cáscaras se le quedaban prendidas a las medias caladas. Le ofrecía
                  castañas con la mano al muchacho y se las ponía en la boca.
                  —Agosto no es época de castañas —dijo Félix.
                  —Mi amiguito el marinero me las trajo de muy lejos —dijo la muchacha sin levantar la
                  mirada, empeñada en pelar las castañas.
                  —¿Me permiten? —dijo Félix, al tomar asiento con ellos.
                  —Hazte a un lado, Emiliano —dijo la muchacha—, estas banquitas son de a tiro
                  estrechas.
                  —Es que estás muy bien dada —dijo el muchacho con la boca llena de castañas—, las
                  inglesas han de ser de nalga flaca, aunque dicen que muy alegres.
                  —Tú has de saber —dijo Félix—, una muchacha en cada puerto.
                  —No —ronroneó la muchacha acariciando el  cuello de su compañero—, es mi
                  peoresnada.
                  —Cabemos bien —dijo Félix—, mejor que en el taxi. ¿No recuperaste tus libros,
                  Emiliano?
                  —La mera verdad, soy estudiante fósil. Me eternizo en la Prepa. ¿Verdad, Rosita?
                  La muchacha de cabecita rizada asintió, sonriendo.
                  —¿No gustas una castaña? —le dijo a Félix, ofreciéndosela con la mano.
                  —Necesito saber de dónde te llegaron —dijo Félix.
                  —Ya te dije, me las trajo Emiliano.
                  —¿De dónde llegaron? —insistió Félix.
                  —De muy lejos —levantó las cejas Emiliano—. Yo lo que necesito saber es en qué
                  barco llegaron, y quién venía al timón.
                  —Llegaron en un barco llamado el Tigre y el capitán venía al timón —dijo Félix.
                  —Aja —masculló Emiliano—. El capitán te manda decir que te estés muy cool y que
                  las castañas vienen de muy lejos, de un lugar llamado Aleppo.
                  —¿No hemos viajado juntos también ustedes y yo?
                  —Segurolas —dijo Emiliano.
                  —¿Quiénes viajaban en nuestro barco? —preguntó Félix.
                  —Uy, venía retacado —dijo Emiliano—. Un chofer, dos monjas, una enfermera,
                  nosotros dos, una placera con una canasta llena de pollos y uno con cara de licenciado,
                  clavado.
                  Rosita se sacudió las cascaras de castaña del regazo y los tres se miraron entre sí.
                  —¿Quién mató a Sara Klein? —preguntó Félix sin mirar a la pareja.
                  —Los CUÍCOS no han dado con la pista —contestó Emiliano, bajando apenas el tono de
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