Page 58 - La Cabeza de la Hidra
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—No. Fue un accidente en su casa. No tenía por qué salir nada en los periódicos. Dijo
                  que se accidentó limpiando una pistola. Así dice el acta de ingreso al Hospital.
                  —¿No fue en Palacio, durante la entrega de premios? ¿No hubo un atentado contra el
                  Presidente?
                  Emiliano y Rosita se miraron entre sí y el muchacho alargó la mano y se bebió de un
                  golpe la cerveza de Félix. Lo miró desconcertado.
                  —Perdón. Es que de a tiro me dejaste... ¿Qué qué?
                  —Se supone que hubo un atentado en Palacio contra el Presidente —dijo con paciencia
                  Félix, y Bernstein fue herido por equivocación...
                  —Jijos mano, ¿así de a feo te las truenas? —dijo Rosita.
                  —Cállate —dijo Emiliano. Eso no es cierto. ¿Por qué lo dices?
                  —Porque se supone que yo disparé el tiro —dijo Félix con frío en la nuca.
                  —De eso no sabemos nada —dijo Emiliano con una punta de miedo en los ojos—. Ni
                  salió nada en los periódicos ni el capitán tiene noticias.
                  Félix tomó la mano del muchacho y la apretó.
                  —¿Qué pasó en Palacio? Yo estuve allí...
                  —Cool, maestro, manténgase cool, son las instrucciones... ¿Estuviste y no te acuerdas,
                  qué pasó?
                  —No. Cuéntenle al capitán lo que les digo. Es importante que lo sepa. Díganle que una
                  mitad sabe y dice cosas que la otra mitad ignora, y al revés.
                  —Todos cuentan mentiras en este asunto. Eso lo sabe el capi.
                  —Así es —dijo con más calma Félix—. Díganle que averigüe dos cosas más. Si no las
                  sé me voy a perder.
                  —Ni te emociones; para eso estamos Rosita y yo.
                  —Primero, quién fue encarcelado con mi nombre en el Campo Militar Número Uno el
                  diez de agosto y fusilado esa misma noche mientras trataba de huir. Segundo, quién está
                  enterrado con mi nombre en el Panteón  Jardín. Ah, y el número de placas del
                  convertible de la serenata.
                  —Okey. Dice el capi que no dejes pistas y te estés muy cool y dice sobre todo que te
                  entiende pero que no dejes que tus sentimientos personales se metan en todo esto. Así
                  dijo.
                  —Recuérdale que me dejó libertad para actuar como yo lo entienda mejor.
                  —Con comas y todo se lo digo.
                  —Dile que no confunda nada de lo que hago con motivos personales ni venganzas.
                  Emiliano sonrió muy satisfecho:
                  —El capi dice que todos los caminos conducen a Roma. Uno se culturiza con él.
                  —Adiós.
                  —Ahí nos vidrios.
                  —Cuídate —dijo Rosita con ojos de borreguito negro. A ver cuándo nos invitas a pasear
                  en taxi otra vez. Me gustó sentarme en tus rodillas.
                  —A mí también me gustó acariciarle las corvas a la enfermerita —dijo con saña
                  Emiliano.
                  —Cómo serás tirano Emiliano —gimió Rosita.
                  —No, si nomás digo que donde caben tres caben cuatro, gorda.
                  —Ay, qué recio nos llevamos esta noche —rió Rosita y tarareó el bolero Perfidia.
                  Ni voltearon a mirar a Félix cuando se levantó y al salir del pub balín todavía los vio
                  disputándose entre bromas, aliándose puyas, anónimos como dos novios comunes y co-
                  rrientes. Se dijo que el bravo Timón se rodeaba de ayudantes  singulares.
                  Pasó al dispensario de la Cruz Roja en la Avenida Chapultepec para que le revisaran la
                  cara. Le dijeron que iba cicatrizando bien y sólo necesitaba una pomada, se la untaron y
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