Page 60 - La Cabeza de la Hidra
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dijeron, pero estaba fuera y no regresaría antes de la puesta del sol. Colgó, se quitó los
zapatos y cayó sobre la cama crujiente. Se fue durmiendo poco a poco, tranquilo,
arrullado por la dulzura novedosa con la que el trópico recibe a sus visitantes antes de
mostrar las uñas de su desesperación inmóvil. Pero ahora se sintió liberado del peso de
la ciudad de México cada vez más fea, estrangulada en su gigantismo mussoliniano,
encerrada en sus opciones inhumanas: el mármol o el polvo, el encierro aséptico o la
intemperie gangrenosa. Tarareó canciones populares y se le ocurrió, adormilado, que
existen canciones de amor para todas las grandes ciudades del mundo, para Roma,
Madrid, Berlín, Nueva York, San Francisco, Buenos Aires, Río, París; ninguna canción
de amor para la ciudad de México, se fue durmiendo.
Despertó en la oscuridad con un sobresalto; la pesadilla se cerró donde el sueño se
inició: una pena muda, un alarido de rabia, esa era la canción del D.F. y nadie podía
cantarla, Se incorporó con terror; no sabía dónde estaba, si en su recámara con Ruth, en
el hospital con Licha, en las suites de Génova con el cadáver de Sara; palpó la almohada
con delirio e imaginó la presencia junto a él, esta noche cachonda, del cuerpo desnudo
de Mary Benjamín, sus pezones parados, su vello negro y húmedo, sus olores de judía
insatisfecha y sensual, la había olvidado y sólo una pesadilla se la devolvía, la cita
galante en el hotelito junto al restaurante Arroyo se frustró, la muy cabrona llamó a
Ruth.
Se levantó bañado en sudor y caminó atarantado al baño, se dio una ducha helada y se
vistió rápidamente con ropa inapropiada para el calor, calcetines, zapatos, pantalón de
meseta y sólo una camisa. Se miró a sí mismo con atención en el espejo: el bigote crecía
rápidamente, el pelo de la cabeza con más lentitud, los párpados estaban menos
hinchados, las cicatrices visibles pero cerradas. Llamó al conmutador y le dijeron que el
profesor había regresado. Sacó el paquete envuelto en papel periódico de la maleta.
Salió del cuarto y caminó por el corredor de macetones de porcelana y vidrio incrustado
hasta el número 9.
Tocó con los nudillos. La puerta se abrió y los ojos cegatones de Bernstein, nadando en
el fondo de las espesas gafas sin marco, lo miraron sin sorpresa. Mantenía un brazo en
cabestrillo. Con la otra mano lo invitó a entrar.
—Pasa, Félix. Te estaba esperando. Bienvenido a Marienbad en el Trópico.
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Félix se tocó involuntariamente la cara. La mirada acuosa de Bernstein se volvió
impermeable. El antiguo alumno sacudió la cabeza como para librarse de un nido de
arañas. Entró a la recámara del profesor decidido a no caer en ninguna trampa y sin
duda Bernstein traía en las bolsas de su saco de verano color mostaza, ligero pero
abultado, más de una treta.
—Pasa Félix. ¿De qué te extrañas?
—¿Me reconoce? —murmuró Maldonado.
Bernstein se detuvo con una sonrisa de ironía asombrada.
—¿Por qué no te iba a reconocer? Te conozco desde hace veinte años, cinco en la
Universidad, nuestros desayunos, nunca te he dejado de ver... o de querer. ¿Quieres un
whisky? Con este calor, no se sube. Pasa, toma asiento, querido Félix. Qué gusto y qué
sorpresa.
—¿No acaba de decir que me estaba esperando? —dijo Félix al sentarse en un equipal
rechinante.
—Siempre te espero y siempre me sorprendes —rió Bernstein mientras se dirigía a una
mesita llena de botellas, vasos y cubitos de hielo nadando en un platón sopero.

