Page 30 - La Penúltima Verdad - Philip K. Dick
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La penúltima verdad                           Philip K. Dick   30


           una sola vida humana; es lo único que no nos podemos

           permitir el lujo de perder.


              ‐Muy bien ‐murmuró Nunes, mientras tomaba notas.

              De repente Nicholas notó a su lado la presencia de Carol

           Tigh, con su bata blanca y sus zapatos de tacón bajo; se


           puso en pie maquinalmente para saludarla.

              ‐Souza  acaba  de  morir ‐le  dijo  Carol‐.  Lo  puse

           inmediatamente  en  hibernación;  como  estaba  a  la


           cabecera de su lecho, pude hacerlo sin la menor pérdida

           de  tiempo.  Los  tejidos  cerebrales  no  habrán  resultado

           dañados. El pobrecillo se apagó como una vela.


              Intentó sonreír, pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

           Aquello impresionó a Nicholas; era la primera vez que


           veía  llorar  a  Carol,  y  se  quedó  horrorizado,  como  si

           estuviera viendo algo perverso.

              ‐Nos sobrepondremos a este revés ‐siguió diciendo la


           voz  transmitida  desde  la  fortaleza  de  Estes  Park,  y  de

           pronto  la  cara  de  Yancy  apareció  en  la  pantalla  y  se


           desvanecieron las odiosas imágenes de guerra, las nubes

           de polvo en suspensión o los gases ardientes. Y su lugar

           fue ocupado por un hombre erguido y enérgico, sentado


           tras una gran mesa de roble en un lugar secreto donde los

           soviets no lograrían alcanzarle, ni siquiera con ayuda de

           los terribles y mortales misiles termonucleares chinos.


              Nicholas  invitó  a  Carol  a  sentarse  y  le  indicó  con  un

           gesto la pantalla.







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