Page 57 - La Penúltima Verdad - Philip K. Dick
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La penúltima verdad Philip K. Dick 57
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Joseph Adams cruzaba en su volador, sobre la campiña
verde, los campos, los prados, el vasto mundo de los
bosques norteamericanos entre los que asomaba algún
que otro grupo de edificios, de fincas situadas en los
lugares más extraños e inesperados. Viajaba desde su
propia finca del Pacífico, donde él era dóminus, a la
Agencia de Nueva York, donde era sólo un hombre de
Yance entre otros muchos. Su ansiado día de trabajo, el
lunes, había llegado al fin.
A su lado, en el asiento contiguo, llevaba una cartera de
cuero con las iniciales JIWA en letras de oro, que contenía
el texto de su discurso escrito a mano. Apiñados en el
asiento trasero iban cuatro robots de su séquito personal.
Entretanto sostenía por videófono una animada
conversación con Verne Lindblom, su colaborador de la
Agencia. Verne, que no era hombre familiarizado con el
manejo de ideas ni palabras, sino un artista plástico, en el
puro sentido visual, se hallaba en mejor posición que
Joseph Adams para saber exactamente lo que planeaba y
estaba preparando en el estudio el superior de ambos,
Ernest Eisenbludt, que se hallaba en Moscú.
‐Ahora le toca a San Francisco ‐estaba diciendo
Lindblom‐. Ya he empezado a construirlo.
‐¿A qué escala? ‐le preguntó Adams.
‐A escala unidad.
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