Page 62 - La Penúltima Verdad - Philip K. Dick
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La penúltima verdad Philip K. Dick 62
Ojalá quedase un último misil en órbita, se dijo.
Entonces podríamos accionar uno de aquellos antiguos
botones que en otros tiempos los militares tenían a su
disposición, y el misil caería como una flecha sobre
Ginebra. Y sobre Stanton Brose.
Desde luego, pensó Adams, algún día quizá
programaré el retorizador y no con un discurso, ni
siquiera con un buen discurso como el que tengo aquí al
lado y que finalmente conseguí pergeñar anoche, sino con
una sencilla y elemental declaración acerca de lo que pasa
en realidad. Luego lo pasaré a audio y a videotape. Y
como estos automáticos no admiten retoques, a menos
que aparezca Eisenbludt... pero ni siquiera él,
técnicamente, podría tocar la banda sonora.
Y entonces se produciría el pandemónium.
Aunque sería interesante verlo, murmuró Adams.
Desde una distancia prudente, naturalmente.
Programaría al Megavac 6‐V. Y todas aquellas
divertidas ruedecitas que el aparato tenía dentro se
pondrían a girar, y de su boca saldría el discurso
ligeramente transformado; sus sencillas palabras
recibirían aquel fino acabado corroborador destinado a
dar verosimilitud a lo que, de lo contrario ‐llamemos a las
cosas por su nombre, pensó con sarcasmo‐, no sería más
que una narración increíblemente desnuda y poco
convincente. Lo que entraba en el Megavac 6‐V como
simple logos emergía para ser captado por las lentes y
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